Editorial

Retroceso a la prehistoria

¿Qué lleva a una persona a decapitar a otra y a ensañarse con los restos de un cuerpo sin vida al que flagelan una y otra vez al ritmo de los festejos de una victoria en una guerra confinada a los muros de una cárcel? Nada de humanidad se puede rescatar de las imágenes que trascendieron sobre el horror que se desató en una prisión brasileña la semana pasada y que ahora se difunden con cortos videos que saltan de celular en celular a través del sistema de mensajería whatsapp. 

Lo que contaron las noticias es que se registró una nueva masacre en una prisión del norte de Brasil, donde al menos 52 reclusos murieron en enfrentamientos entre bandas rivales que disputan las rutas de la cocaína de esa estratégica región. Al menos 16 de las personas asesinadas en la cárcel de Altamira fueron decapitadas, precisaron las autoridades del estado amazónico de Pará.

La rebelión no fue contra las autoridades de la prisión sino que directamente fue una guerra feroz a pequeña escala entre bandas rivales. Los enfrentamientos se iniciaron cuando dos personas detenidas en un ala reservada a los miembros de una de las facciones irrumpieron en la zona del grupo rival y desencadenaron un incendio.

Uno de los vídeos que circula en las redes sociales, reproducido igualmente por medios locales, muestra seis cabezas amontonadas junto a un muro; un prisionero se aproxima y hace rodar una con el pie, como si fuera una pelota de fútbol.

Otro vídeo muestra cuerpos calcinados sobre un techo del que emana una espesa humareda oscura, mientras reclusos armados con machetes recorren el lugar. Y en otras imágenes se puede apreciar, en detalle, como machete en mano un hombre destripa el cuerpo de un hombre sin vida y sin cabeza.

Pero aún es otro video de corta duración que muestra a un joven con vendas en los ojos que se encuentra acostado al piso y de pronto otro hombre con un machete le corta la garganta, por lo que comienza a salir sangre profusamente. Un espanto. Pero la víctima ya en estado vulnerable no muere con el primer corte sino que sufre otro machetazo en la nuca que tampoco fue mortal aunque lo deja realizando movimientos cada vez más lentos mientras el atacante golpea nuevamente en la zona de la garganta buscando degollar al joven. Ni el cine de terror puede concebir una escena semejante.

Qué difícil debe ser dormir en un espacio donde no hay códigos ni confianza en el otro. En definitiva, la vida no vale nada por lo que en cualquier momento se puede pasar de vivo a muerto sin escalas. Los videos de la cárcel brasileña muestra a presidiarios sanguinarios, despojados de toda humanidad como poseídos por una fuerza diabólica, fuera de control dispuestos no solo a matar sino a destruir los cuerpos sin vida pisando en ojotas litros y litros de sangre que inundaban los patios. Y los victimarios celebran la muerte con alegría mientras abrían el estómago de un muerto y retiraban sus vísceras. La barbarie misma que revela un infierno en la tierra, concretamente en el interior de las cárceles brasileñas.

Según las autoridades penitenciarias, la cárcel de Altamira tiene una capacidad de acogida de 200 presos, pero albergaba más de 300. En septiembre pasado, siete presos fueron asesinados en otro motín, atribuido a una tentativa de fuga de ese mismo establecimiento.

Brasil, con 727.000 detenidos, tiene la tercera mayor población carcelaria del mundo, aunque apenas cuenta con 368.000 plazas en sus prisiones. A fines de mayo, 55 presos perdieron la vida en ajustes de cuentas durante dos días de enfrentamientos en varias cárceles del estado de Amazonas, vecino de Pará. Una ola de motines en estados del norte y del nordeste, con más de 100 asesinados, muchos de ellos en condiciones atroces, sacudió este país de 210 millones de habitantes a inicios de 2017, atribuidos a rivalidades entre bandas por el control de las rutas del tráfico de cocaína.

Las autoridades y los expertos atribuyen esas masacres a la lucha por el control de las rutas de la cocaína procedente de

Bolivia, Perú y Colombia, los tres mayores productores de la droga. Altamira, a más de 800 km de Belem (la capital de Pará), está situada en una región que enfrenta graves problemas de deforestación y de conflictos por la tierra entre tribus

autóctonas con madereros y grupos que invaden sus territorios para practicar actividades agropecuarias. La ciudad, de 110.000 habitantes, tuvo un fuerte crecimiento demográfico tras el lanzamiento en 2010 de la construcción de la central hidroeléctrica de Belo Monte, que debe concluir a fin de año. Y así como está en los bordes de la selva profunda del Amazonas, también está en los confines de la humanidad a juzgar por lo que ocurre en las sangrientas prisiones. 


Autor: REDACCION

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