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"Recuerdos que no voy a borrar"

Por Fiorella Martina - Empiezo a escribir esto con un ardor en los ojos bastante singular, un ardor que me irradia hasta la cabeza y se hace sentir en los oídos, en el cuello, en el pecho. Pocas veces lo sentí, y con pocas me refiero a casi ninguna. Es especial, es diferente, es único. Tiene ese no sé qué, eso que no se explica y que tampoco creo poder poner en palabras tan pronto.
Pero para llegar a sentirlo, aunque queme, aunque arda, pasé un mes en compañía de 26 pibes que vistieron mejor que nunca la celeste y blanca. Mientras estaba sentada, en frente de un escritorio con mil libros, pensaba en ellos, los miraba obnubilada por el tele (siempre en el mismo canal), y esperaba que el silbato suene. Hubiera sido distinto, quizás, verlos de otro modo, pero cuando se es estudiante eterno, los resúmenes siempre están, los libros siempre enmarcan cualquier plan, por más importante que sea.
Yo jugaba para cuatro finales, en el marco de una fiebre mundialista que recién entiendo ahora. Y cuando todo empezó, en ese primer partido fallido, con un 2 a 1 que nos dejó tambaleando, yo estaba sola, con Argentina - Arabia Saudita de fondo y los libros abiertos. No esperaba que ese fuera el resultado y no podía creerle a esos números, aunque siempre confié más en la lógica.
Así pasaron los días. Pasó México y, a pesar de que la fe es lo último que se pierde, ese 2 a 0 me devolvió el alma al cuerpo. El calor aumentaba, cada vez más insoportable; el ventilador me volaba las hojas y yo no veía la hora de terminar, de salir, de ganar. Pero recién estaba precalentando. Y así llegó el de Polonia; pensaba que podía ser más difícil que estudiar doscientas páginas sobre Gramática de la Lengua Española, y me terminó sorprendiendo.
Para el de Australia ya había aprobado un examen y solo faltaban tres días para el siguiente batacazo. Tenía más libros en la mano que antes y pensaba que no llegaba, que quizás la tenía que patear a febrero, dejar ir la pelota, dedicarme a ver los partidos como si nada afuera pasara, como si no hubiera un segundo título esperándome.
Pero si algo aprendí de la selección fue a resistir, aguantar,  tirar más de la soga. Y entonces llegó Países Bajos para replantearme todo, para encontrar duda en la certeza. Me quedaban cuatro días para entender los gerundios adjetivados y los de posterioridad, para acordarme de las más de veinte preposiciones. Pero ¿qué podía esperar? Lo que pasaba no tenía explicación, esos dos goles de último momento oscurecieron todo y no conectaba ni una idea, ni una palabra, ni un término. Esperé, me acurruqué en el piso, me tapé los ojos y dejé que los vecinos me anunciaran los goles de la etapa de penales. Y lloré. Lloré con Lautaro y busqué también explicaciones de por qué lloraba, si yo nunca había llorado por un partido de fútbol. Qué drama, qué sufrimiento, qué nervios. Descubrí que el fútbol sí me podía hacer llorar y asumí que no serían las últimas lágrimas.
Para Croacia estaba tranquila. Ya había rendido tres finales, con dos aprobados y uno por verse. Me tenía fe, les tenía fe. Así, igual, por cábala o por lo que sea, seguí estudiando. Esta vez me tocaban los verbos, la concordancia, los artículos, los cien usos de la coma... Pero sentía algo diferente, ya en ese anteúltimo partido definitorio. Sentía en el pecho la tranquilidad del ganador, el éxtasis de un gol que nos llevara a la victoria, sentía y sentía, no podía apagarme ni apagarlos a ellos. El 3 a 0 fue claro, conciso, lógico. Pero ya no había lógica que me salvara. Grité emocionada ese pase a la final, la gran final, la tan esperada. Sabía que para el domingo habría terminado también mi jugada, mis cuatro finales, mi gran partida.
Vuelvo entonces al ardor que siento ahora, todavía. Lo sufrí, lo lloré. Lo vi esta vez con mi familia. Pero debo admitir que hubo partes que ciega, elegí no ver. Ese alargue agónico aumentó mi fe pero apagó mis sentidos. Estaba al borde de un colapso que más de un argentino puede imaginar y remover con estas líneas. Me acurruqué de nuevo en el piso y esperé, sola. De lejos escuché a mi hermana decir que íbamos a penales. Entonces tomé coraje, como nunca. Fui con ellos y escuché cada gol. Alenté al Dibu entre lágrimas y vino esa atajada increíble, ese último golazo de Montiel, ese último suspiro.
Aproveché para ver los festejos del centro de la ciudad en primera persona y no solo por fotos. Me acerqué a la hinchada, a los bombos, al cielo celeste y blanco. Vi a una chica que todavía lloraba mientras se abrazaba con la amiga y le decía "cómo sufrimos, loco". Pero ¿quién puede decir que no le aguantó el corazón? El corazón aguanta todo, igual que los 26 que dejaron la cancha enardecida, que levantaron con el alma esa copa a lo alto, lo más alto que pudieron. Los nenes se tiraban espuma, las cervezas pasaban de mano en mano, las camisetas estaba más transpiradas que nunca. Ayer Rafaela celebró a Lionel, celebró a la Scaloneta, celebró a cada uno de los pibes, a cada uno de los hinchas que pudieron ver este mundial en vivo y en directo, a la copa, al Dibu superhéroe, a la final. Yo celebro vivir una emoción más como esta, que no se parece a nada y que, sin pensar demasiado, quiero experimentar de nuevo. Celebro mi llanto, mis cuatro finales adentro, mi perseverancia y la de ellos. Celebro vivirlo con quienes quiero, mi primera final ganada.
La fe intacta, el corazón hinchado de emoción... que más le puedo pedir hoy el fútbol. 

Autor: REDACCION

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