La Palabra

Primeros párrafos del libro Antonio Tarragó Ros Intimo*

“…por tanto y a virtud de las facultades que me revisten, ordeno y mando: que se haga y tenga este pueblo por el de Nuestra Señora del Pilar de Curuzú Cuatiá…”“…se archivará para la medida constancia con el plan del pueblo que se ha de formar, en la Sacristía de la Iglesia, sacándose copia autorizada, que han de obrar en poder de los nominados Comandantes y Juez y para remitir a la Excelentísima Junta y Tenencia del Gobierno de Corrientes. Dado en el cuartel de Curuzú Cuatiá, firmado de mi mano, sellado con el sello de mis armas y refrendado por mi Secretario, a diez y seis de Noviembre de mil ochocientos diez años.”Manuel Belgrano   

 

Era el comienzo, era el Decreto fundacional para una población que entonces no sabía, no sospechaba que cruzando los límites del siglo siguiente, sería cuna orgullosa de dos músicos populares trascendentes y únicos. De la misma sangre, con el mismo nombre, con un destino de proyección artística  y un objetivo similar, pero con diferente estética.

Tuvo que suceder que Francisquet Ros, anarquista catalán que había sufrido los horrores de la cárcel en el castillo de Montjuich por sus ideales, saliera de España con rumbo a la Argentina, específicamente hacia Curuzú para empezar una vida nueva al frente de un almacén de nombre “La verbena”.

Tuvo que suceder que luego traiga a su esposa Rosa y a su hijo Antonio, para que se comience a construir con invisibles gramillitas de los bosques bajos de Curuzú, lo que muchos años después sería el nido de Antonio Tarragó Ros, avecita herida desde el principio, segunda generación de correntinos, segunda generación de chamameceros.

Rosa había nacido también en Cataluña en el año 1885 y era una muchacha lastimada de dolor por haber perdido a todos sus hermanos en la guerra civil española. Su nombre completo era Rosa Tarragó Miró. El esposo, Francisquet, trabajando duro, prosperó y pudo comprar en 1905 unas 300 hectáreas de campo. Esas tierras eran vecinas de Don Cirilo Azcona, en cuya casa crecía una bella muchacha correntina que él criaba como hija. Se llamaba Florinda Reyna y había quedado huérfana a los dos años de edad. Esas cosas, esas misteriosas acciones ocultas del Angelito del Amor, hicieron abrir en el corazón de Florinda y en el de Antonio, el hijo de Francisquet y Rosa, un incontenible amor que los llevó a unirse siendo ella una adolescente.

Rompiendo con los esquemas tradicionales de tiempo y lugar, no se casaron, pero de ese profundo amor que los mantuvo unidos hasta el final, nacieron dos hijos. El primero se llamó Antonio como su papá, pero le decían Tunet que es Antoñito en catalán. Para entonces, el abuelo Francisquet, quien ya había perdido a su mujer, Rosa,  deseaba perpetuar algo de ella, prolongando en una nueva vida la sonoridad de un vocablo catalán que significa “Terrón de tierra” y que en ella era apellido. Así fue que para cumplir su sueño, se decidió bautizar al segundo hijo con un único nombre: Tarragó, solo Tarragó. Tarragó Ros. 

Crecieron los dos hijos de Florinda y Antonio, en una casona que abarcaba un cuarto de manzana. Tenían estudio, eran cultos, eran pensantes, pero el menor,  Tarragó, muy tempranamente sintió un deslumbramiento, un llamado que surgía de la música de los peones rurales, de aquellos rústicos hombres que llegaban a la barraca que su familia poseía vecina a la casa que habitaban, donde se compraban y manufacturaban cueros de exportación. Le atraían aquellos personajes con códigos de comunicación que mucho distaban de la educación que ellos habían recibido. Le atraía esa música que los hacía gritar, celebrar o pelearse, y que surgía contagiosa, potente, desde armónicas o acordeones y guitarras.

El pertenecía a una familia de socialistas con poder económico, eran los patrones de aquellos rudimentarios hombres que lo fascinaban a Tarragó. Pero no solo eso lo había fascinado. También lo cautivó la belleza de una muchacha con la que tuvo un amor que duró poco, pero lo suficiente como para engendrar en ella una nueva vida. La joven se llamaba Helia Crispina Molina y le decían “Ñata”.  Se casó con ella por una cuestión de honor, pero iban ambos por caminos tan diferentes, que nunca pudo haber prosperado esa unión a no ser por el hijo que tuvieron, lo único valioso que justificaría la unión de la desavenida pareja.

Todo anunciaba que a ese niño lo esperaba un luminoso destino, no exento sin embargo de grandes dolores. Lo anunciaba el aroma de las flores recién abiertas como para recibirlo; lo anunciaban con su canto las voces fluviales de los arroyos correntinos y ese brotar de los retoños en aquella témpora de primavera. Sí, porque Antonio Tarragó Ros nació el 18 de octubre de 1947, un sábado tranquilo de Curuzú Cuatiá…

Le pusieron Antonio por su abuelito y Tarragó como su papá. Con el devenir de los meses, ni padre, ni hijo pequeño pudieron retener a la “Ñata”, que ya se había marcado otro horizonte. Así ella, bellamente joven, se fue de la casa dejando a Tarragocito con los abuelos paternos. Y Tarragó Ros, que no pudo con eso, encontró en  la fuerza del chamamé su camino más fecundo.

Había aprendido primero a tocar  la armónica y luego descubrió todos los secretos del acordeón, afirmando cada vez más un lenguaje musical, un estilo personal  con el que haría historia. Hasta que la inquietud de caminos que todo músico lleva en su alma, lo alejó finalmente de Curuzú Cuatiá,  y una tarde desgarradora y esperanzada, se marchó con sus sueños a cuestas.

Quedó Tarragocito al calor maternal que le brindaba su abuelita Florinda, y la tierna protección del abuelo que solía cantarle canciones en catalán.

Creció encerrado entre los límites de la antigua casona, jugando solito con su perro Bonso Leti, que así lo había bautizado en su inocencia, mientras detrás de los ligustros sucedía otro mundo diferente. A él no lo mandaban a la escuela, porque no estaban seguros de la educación que allí le ofrecerían, de modo que Florinda le enseñó a leer, a escribir, sumar y restar y en muchas tardes tranquilas de invierno, se sentaba a leerle “El Quijote” o algún otro clásico de la literatura universal.

Cuando Tarragocito escuchaba decir que su cabello había crecido, sentía una alegría que le aceleraba el corazón, porque entonces los abuelos llamaban un coche y lo llevaban hasta el centro del pueblo, a la peluquería y, si era verano, hasta podría disfrutar de un helado. Luego el coche lo traía nuevamente devolviéndolo a su solitario mundo bajo la estrecha vigilancia y cuidados de los abuelos. Sin embargo los amaba, y admiraba mucho a su abuelo, al que le decía Papatón. Era una figura paternal diferente, un hombre que compraba pájaros y los soltaba luego en el campo y el que había fundado con su papá Francisquet la primer Biblioteca Socialista de la provincia de Corrientes.

A medida que crecía, el niño sentía cada vez más surgir en él un amor pleno de admiración por su papá lejano que se iba convirtiendo en un músico difundido. Al mismo tiempo, por su mamá no sentía nada, estaba hueco de sentimientos. Su mundo por entonces empezaba y terminaba en la casona de los abuelos, adonde el aroma del arroz con leche  que las manos cariñosas de Florinda le preparaban, le parecía la síntesis de la felicidad.

Cuando menos lo esperaba, el peor viento comenzó a azotar su corta vida. Papatón murió, murió el abuelito. El inocente  entró adonde lo velaban y avisó: _“El abuelo está muy lindo, está durmiendo lleno de flores”. Y a pesar de esto, tuvo una alegría, porque volvió su papá, porque pudo estar con él algunos días. Luego, otra vez la ausencia.

La abuela, triste, muy triste, cerró la casa y no mucho tiempo después, también se marchó de la vida.

Dolorosos momentos para su corta edad con el agravante del regreso de su madre reclamando la tenencia del niño entre llantos y escenas inéditas para él.

Ella dispuso llevarlo a casa de su hermana Lala, pero la tía Lala, buena mujer, era una desconocida para el niño de casi once años. Para colmo, él que no había visto jamás matar un animal, presenció la cruenta escena de la tía degollando una gallina. Entonces no pudo más y se escapó en una bicicleta con rumbo a la casa donde había crecido. No sabía cómo llegar hasta allí pero se fue guiando por los grandes árboles del parque, que en complicidad con su desesperación, parecían inclinarse señalándole el camino.

Así llegó a la enlutada casa de los abuelitos y al entrar encontró a su papá en el comedor con su mujer de aquella época y otras personas más. Al padre no le pareció bien que haya escapado desobedeciendo a su mamá. _“Tenés que hacerle caso a la Ñata, porque yo me voy a ir de acá y ella se va a ocupar de vos”.  Esto fue terrible para el niño y el papá advirtiendo la angustia, enseguida le dijo. _“De todos modos, por cualquier cosa mientras yo no esté, está Gualberto, que es como si fuese yo mismo”.

Se refería a su amigo de toda la vida, el acordeonista Gualberto Panozzo que presenciaba la escena con los ojos húmedos de emoción. Tuvo que aceptar la propuesta paterna y lo regresaron a casa de la tía Lala.

Tarragó Ros volvió con su mujer a Rosario donde vivían; Gualberto Panozzo que tenía una sodería, regresó a lo suyo y la mamá de Tarragocito decidió llevar al niño a vivir al campo. Lo dejó en la chacra de la familia Giroto, gente buena pero extremadamente simple y allí comenzó su rutina de peoncito de campo, trabajando duramente y con el alma convulsionada de nostalgias, pudiendo a su corta edad pensar en el pasado como podría sentirlo un adulto. 

El único contacto con cierta forma de alegría, estaba en su proximidad con los caballos. A él le tocaba la tarea de cuidarlos, ocuparse de los terneros, estar cerca de los animales a los que aprendió a conocer y querer de un modo visceral. También tuvo que cosechar papa, maíz, batata y descubrió que ya no sabía cuándo era domingo.

Lo deslumbraba la naturaleza de la que vivía rodeado, fauna y flora local que eran su pequeño Paraíso. Todavía usaba la ropa que trajo de la casona, pero un día alguien le regaló un par de alpargatas nuevas y entonces le pareció que el sol brillaba solo para él. 

Al tiempo reapareció la madre, esta vez para trasladarlo a la casa de otra hermana suya, la tía Bachita que vivía en la localidad de Mercedes. El marido de la tía tenía un caballo de carrera que a Tarragocito lo deslumbró y de inmediato se convirtió en su mejor amigo. Pero su espléndida relación con el caballito de carrera no fue suficiente para evitar un rasgo de rebeldía del animal el que un mal día lo mordió en la espalda. El niño reaccionó violentamente y le pegó con su fusta, siendo sorprendido por el tío Macho Pintos quien indignado, se la arrebató de las manos y lo castigó a él con la misma fusta. Esa humillación, esa orfandad en la que se sintió, lo hizo llorar largamente y lo marcó para toda la vida.

Su mamá, de la que no sabía nada, ni dónde estaba, ni porqué desaparecía y aparecía abruptamente, volvió a buscarlo para mandarlo a la escuela. El, angustiado hasta la desesperación, le pidió que lo lleve a vivir con Gualberto Panozzo.

Se acordaba cada día de las palabras de su papá: “Cualquier cosa está Gualberto, que es como si fuese yo mismo”. Y así fue nomás.

Al lado de Gualberto tuvo trabajo, escuela y maestro de música, porque pacientemente Gualberto le enseñaba a tocar el acordeón, le hablaba de su padre lejano y soñado y los aproximaba en ese destino común de la música regional, chamamecera, que entonces era marginal.

Las enseñanzas iniciales de su abuelita Florinda dieron sus frutos, porque lo tomaron como alumno avanzado en la escuela Manuel Belgrano. Al mismo tiempo trabajaba repartiendo soda a caballo para ayudar a Gualberto y cada día le descubría un nuevo misterio al acordeón.

Un 10 de Noviembre de 1959, Antoñito, que ya sabía tocar algunos chamamés, se presentó en los festejos del Día de la Tradición y esa actuación suya, fue transmitida por la Radio de Paso de los Libres con su equipo itinerante. Tenía doce años y ninguna conciencia de que acababa de comenzar su verdadero destino. (…)

 

*El texto pertenece al libro “Antonio Tarragó Ros Intimo” de Perla Argentina Aguirre, Moglia Ediciones, Corrientes, 2015.

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