Información General

Pinocho, el “burattino” inmortal

IMAGEN DE RED LUIS AGUILE. Un artista internacional.

Hasta el viejo hospital
de los muñecos/llegó el pobre
Pinocho malherido…


Por estos pagos, y especialmente en otros tiempos, la visita al cementerio constituía un ritual social casi imperativo. Nadie que se preciara de pertenecer al grupo vecinal estaba al margen; por razones, religiosas, costumbristas o de hábito, se repetía casi como una sinfonía eterna el camino de los que iban para quedarse y de los que lo hacían para recordarlos o, hay muchos casos, para ver que no vuelvan.
Por sentido de convicción nos quedaremos con eso del recuerdo y el dolor como forma del mismo. La nona Romilda, lanzada a la fama por este autor a partir de su legendaria “bayonesa” mantenía el hábito de concurrir al sitial de las ánimas en forma periódica y programada. Tenía sus razones, atendible por cierto, allí estaban dos de sus hijos.
Por ese entonces me preguntaba por qué desde mi lado materno, polacos inmigrantes, no advertía ese conspicuo acto ritual. Lo entendería algunos años después: aún no tenían a nadie allí.
Los abuelos vivían en calle Bolívar al 1100 y hasta allí llegaba yo con mis pocos años y mi chapa de primer nieto y varón; hay que ser – apenas- un producto de estas tierras para entender el valor de esta condición, al menos por ese tiempo. Evoco que en épocas de verano, los preparativos comenzaban el día anterior, cuando los gladiolos, margaritas o calas u otra especie de estación florecida en el patio, se cortaban y se dejaban toda la noche en agua de lluvia, adentro de un balde, pero en el baño interior (el excusado no daba para estos fines por razones que no vienen al caso enunciar ahora).
A primera hora de la jornada de excursión, se le agregaba el “verde”. Esto era helecho u otra versión vegetal que contenga el referido color y se transportaba en cantidades como para proveer a varias tumbas y otros espacios destinados al mismo fin. El volumen podía aumentar si algún vecino, advertido del periplo, se llegaba con un mate en mano y otro ramo en ristre. Nada se despreciaba. No quedaba bien.
El viaje – a pie- tenía dos caminos posibles. Si había algo de barro (usual todo el año) se transitaba a un costado de la ruta 34 hasta la cruz y de allí se cruzaba al lado sur de la entonces ruta 166 (luego 70) donde había una vereda de ladrillos que llegaba hasta el cementerio, con una interminable fila de altos pinos sobre la zanja. Algunos tramos de esta construcción aún subsiste; los pinos se (los) fueron hace mucho.
Si había buen clima se rodeaba la cancha de Ferro y allí se salía en diagonal (no existían casas, salvo algunos Podio en la zona, ni tampoco los barrios Los Nogales y, menos, Jardín) para hacer una breve pausa en la casa de los otros Podio que eran parientes, ubicada al lado del camposanto, para avisar la llegada y el compromiso del mate para la vuelta. Después comenzaba el itinerario por la ciudad de los muertos. Que no era breve.
No podría dejar de citar en este breviario nostálgico un hecho que era un clásico familiar. Ante la cercanía del día de los santos y los muertos, la nona la recordaba al nono Andrés la necesidad de renovar la pintura de la sepultura de sus chicos. El hombre tomaba debida nota y en la semana previa se llegaba al sitio a bordo de su moto DKW, con un tarro de pintura y un par de pinceletas. El caso es que,como buen gringo no tenía un color definido sino que pintaba con lo que resultaba de mezclar todos los “culitos” (sobrantes) del año, con lo que el resultado final era una incógnita que se develaba el primer día de noviembre. Nunca faltaron las sorpresas. El nono era de absoluta vanguardia en la materia de inventar tonos.
Sucede que cuando le empezó a fallar el pulso, y él insistía en realizar la tarea, mi viejo se daba una vuelta unos días antes, no para cambiar el resultado, sino para revisar que no hayan quedado huellas coloridas en panteones y tumbas cercanas, tal como había ocurrido el año anterior.
Antes de llegar con la nona al “parvulario” (espacio donde se enterraba a los niños) siempre aparecía alguna referencia a un nicho con habitante conocido, siempre con el consabido comentario de “Mirá quién está!!”. Pero las flores recién salían del voluminoso envoltorio (con hojas de LA OPINION tamaño sábana) cuando se llegaba al “tumbín”. Allí la sufrida madre se reencontraba con su dolor y se percibía un silencio muy profundo, muy fuerte, muy duro. Recién después se comenzaba con la limpieza, la eliminación de las flores marchitas de la visita anterior y se repasaba todo con un trapo húmedo. Por si hacía falta, el agua que se colocaba en los floreros había sido traída desde el hogar. “Andá a saber lo que tiene al agua de acá”, decía la abuela.

El caso es que Pinocho estaba grave/
y en sí de su desmayo no volvía/
y el pobre cijurano (SIC) no sabía/
a quien pedir prestado un corazón.

Luis Aguilé era el nombre artístico de Luis María Aguilera Picca. Había nacido en 1936 y falleció en 2009, a los 73 años. Algunos almanaques antes tuve la oportunidad de concretar una nota para el Diario. La cita fue en el Parra Hotel (donde se alojaba) en una tardecita de sábado, café mediante, mientras concretaba la vigilia antes de una actuación en la ciudad.
Luego de las formalidades y trivialidades del caso que a los artistas que vienen al interior se les impone, y que cumplen aunque sin sonreír, me invitó a una nueva ronda de pocillos. Nunca fui amante del grabador (don Emilio Grande decía, con acierto que hacía perder el sentido de concentración al periodista), por lo que hice a un lado el anotador tamaño familiar que nos preparaba el inolvidable “Pucho” Bertolotti, y guardé la “Bic” punta gruesa. En ese grado de cercanía, se me ocurrió preguntarle por qué, a los 70 años andaba de gira por el interior. “Es la esencia – me dijo- lo que nos hace artistas y nos deja morir en ella”.
Se me ocurrió una pregunta, pero salí por otro lado. Le pregunté por su tema favorito, su amor de repertorio y autoría. Le recordé el alto valor emocional de “Ven a mi casa esta Navidad”, o los menos poéticos (pero rimbombantes éxitos) de “Cuando salí de Cuba” o “Pamplona”, o “Los flacos”, que en los setenta inundaba las canchas del país con el cantito aquel de “Flaco no te vayas,/ flaco vení,/ quédate a ver..y te vas a divertir”.
“No, chaval – me dijo, agregando el término castizo y bajándome unos años- esos fueron éxitos. Lo que amo, y lo que canto con sentido profundo es Pinocho”. “Perdón?”.
“Si. La historia de ese muñeco, el ‘burattino’ como dicen los tanos, es más profunda, más sentimental y demuestra que la vida es eterna. Fíjate que hasta el hada buena le puso un corazón. Yo quiero ser un Pinocho con lo que quede de mi historia”.
Creo que no puse esta parte en la nota. Era demasiado profunda para un artículo de compromiso. Pero me la guardé.

Entonces llegó el hada protectora/
y viendo que Pinocho se moría/
le puso un corazón de fantasía/
y Pinocho sonriendo despertó.
(Fragmento del tema de Luis Aguilé, “Pinocho”)


Cuando terminaba de ordenar flores, limpiar vidrio y colocar el pequeño candado que guardaba una imagen del Sagrado Corazón, la nona musitaba una última oración y allí sí comenzaba el periplo por vecinos, nonos, parientes , conocidos y todo el repertorio social imaginable.
Uno, que era chico, ansiaba que termine pronto; primero porque tenía el alma escasa de paciencia y después, porque quería disfrutar de la leche caliente con cascarilla de chocolate que servían de los Podio, donde ya estaba la tía Lidia Podio de Villalonga (en realidad, prima de mi padre), una maestra de alma que siempre tenía una palabra de aliento (y cariño) para los estudios del ese pibe que alentaba a seguir leyendo. Gracias, digo hoy.
Como decíamos, la nona Romilda tenía su hoja de ruta, la cual pasaba – inexorablemente- por una tumba que no tenía demasiadas referencias, tan sólo mostraba una cruz, y una leyenda que expresaba “¡Pinocho! Navidad 1952”. Además, me explicaba (siempre) que había fallecido el mismo día que una prima mía, pero a esa altura ya había descartado yo el dato. La muerte siempre es lejana para un chico aunque domine muchos de sus miedos.
Han pasado muchos años. Casi setenta desde que ese Pinocho se fue en la Navidad de 1952. Por curiosidad profesional he obtenido los datos de esa historia, pero por respeto a las intimidades ajenas, guardaré parte de ella. Sólo diré que se llamaba Osvaldo, que tenía 10 años y que falleció ahogado. Lo demás, importaría poco.
Lo que quedaría es un aparte del mensaje. El breve paso de Pinocho por este mundo dejó un faro de cemento que lo evoca. La canción de Luis Aguilé sigue sonando más allá de Youtube. El hijo de Geppeto continúa siendo un símbolo de la vida que siempre vuelve, aún con un corazón de fantasía

Ilustración: Alan Pruvost
Agradecimiento: a Pinocho.

Autor: Edgardo Peretti

Estás navegando la versión AMP

Leé la nota completa en la web