La Palabra

Nunca le ganamos

Dedicado a la obra, el talento, el genio y la inspiración del Gran Roberto Fontanarrosa. (¡¡¡Gran canaya!!!)

A Miguel y Norma

A los integrantes del equipo 

I

La noticia por vía diplomática me llegó hace unos días. No la esperaba, pero siempre es bienvenida. Aunque ya teníamos la decisión de las Naciones Unidas y algunas otras menciones provinciales y nacionales, incluso una municipal que nunca se difundió debidamente, el tema parecía estar terminado. Es que pasaron cuarenta años. 

II

Los años 1975 y 1976 no fueron fáciles para el país, para la economía y, ni que hablar, para el fútbol que por entonces ni siquiera se denominaba marginal, apenas sí, como aficionado, aunque algunos no superan el límite que precisa un “voluntarioso”. En el ámbito internacional veníamos del fracaso de la selección en el Mundial de Alemania, y en el plano nacional aparecían los fantasmas del “Toto” Lorenzo, ejecutor criollo del cattenaccio italiano en su máxima pureza.

En ese contexto, el ambiente local no avanzaba en demasía. Atlético era el campeón de siempre en los torneos liguistas y un campeonato denominado “comercial” era el furor de los sábados a la tarde. Aquí se sabía de muchos que “tenían firma” (o sea, eran federados) pero que se sumaban con nombres ficticios ya que estaban limitados en su participación, pero como no había planillas, ni documentos y todos estaban en la trampa, la cosa pasaba.

Igualmente, “Granja Rosama” siempre era el campeón, salvo un amago de “Lavalle Sport” o el espejismo de un conjunto poderoso de nombres que terminó siendo un fiasco, que no era otra cosa que el “Deportivo Isabelita”. Las causas son de público conocimiento.

Y en ese contexto, aparecimos nosotros. La vanguardia del fútbol que reivindicaba el “jogo bonito” de Didí, la cancha chica, el equipo de ocho/nueve/diez jugadores, los desafíos territoriales a mano alzada, cotejos sin árbitros y a treinta y treinta, sin penales, y a quedar caliente.

Era un mundo nuevo.  Fue así que Miguel convocó a una serie de jóvenes que se nutrían desde su nacimiento en ese campo de deportes. Algunos nadaban, otros jugaban al frontón y todos se dedicaban al balompié de manera casi obsesiva. El grupo se fue armando de a poco, con entrenamientos a las seis de la tarde, charlas de bar (coca, mediante, aunque porrón Santa Fe con una Fanta, para quince) y mucha conciencia. Una mesa de billar y otra de hongo amenizaban las veladas que se complementaban con el sexo puesto, aunque de esto no se hablará aquí por estrictas razones de códigos varoniles.

Los trabajos previos se complementaban con los ejercicios que nos recomendaba el profe Hugo y el uso de la azada para sacar los buches del piso del quizás verde pasto. La ambigüedad se entiende.

Pasado el proceso formativo, Miguel (que era el DT y que no pasaba, siquiera, los 30 años, era como un hermano para nosotros, el paso de los años demostró que era casi un padre) consiguió que el gremio nos compre el equipo, a saber: camiseta blanca, con dos tiras verticales del mismo color en el lado izquierdo, pantalones blancos y media a rayas horizontales verdes. El sueño de todo pibe.

Aquel vestuario inicial fue una aventura: Las mil y todas las noches, acariciando la camiseta, las medias, armando el vendaje, alargando el frasco de aceite verde y alguna untura blanca, el único espejo que no alcanzaba para albergar a todos esos rostros ávidos de fama; los más grandes serios, los pibes -la mayoría-, muy cagados.

También estaba el tema del calzado. Zapatillas “Flecha”, “Sacachispas” y algún “Adidas”, convivían con las “botitas” de caña media del Sergio, que ya tenían algún paso prolongado por el Club Juventud y que volvían radiantes de betún negro. Justicia divina: cuatro décadas después retornarían al estrellato en el mundial de Brasil, aunque con colores fulgurantes.

El debut fue contra el boliche de “La Boca del Tigre”, elenco que se convertiría en nuestra sombra. Perdimos, pero con hidalguía: fue un cuatro a uno, con un gol fuera del área de Darío, en el segundo tiempo. Ese día nos vimos perjudicados por el tema de la industria lechera: ¿Por qué? Y, Darío tenía que atender el tambo y llegaba a caballo, que dejaba atado al alambre para jugar. Como vino apurado, entró a jugar con pantalones largos y alpargatas, y, encima, con la suela húmeda por las humedades biológicas del tambo. Más la bosta, se consigna. Cuando se puso las zapatillas fue otra historia, pero era tarde.

Los otros eran un equipo duro. No solo porque eran mayores que nosotros, sino porque los cagábamos a patadas y no se movían, parecían que rebotábamos. Es cierto que el 9 se bajaba del camión de la leche y jugaba con “Boyero” (N. de la R.: zapatillas tipo mocasines, de lona de moda por entonces) y medias de vestir, e -incluso- uno jugaba en patas, de puro excéntrico, porque le pegaba de punta. Y fuerte.

Conviene detenerse aquí un momento para repasar el equipo. El arco era para Marcelo, y cuando venía Carlitos (que atajaba en el “9”), pasaba como delantero de opción. En la defensa, ya con línea de tres: Miguel -capitán y manager- marcando punta, Darío como central y Daniel del otro lado; en el medio Sergio para el ida y vuelta y el Cabezón para jugar, porque sabía: y adelante, el que suscribe con la compañía de Mario (zurdo y corredor), alternando con los turquitos Jorge y Rubén, que eran primos y que se fueron hace rato a otros cielos. Cuando hacía falta un jugador se agregaba el profe Hugo en el medio y punto.

El planteo era más bien rudo, áspero; mucho pelotazo y centro a la olla, aunque siempre con honor y dignidad.

La performance fue llamativa para la  época. Venían de varios lugares a vernos y las  mujeres se acercaban al vestuario a esperar a los players. Mucha hermana y prima, es cierto, pero damas al fin.

De las estadísticas se han encargado muchos. Adrián Paenza, incluso juntó algunos datos: setenta partidos con resultado variable y como no había planillas no se consignan con exactitud. Pero hay un estigma que aún circula: nunca le ganamos al boliche de “La Boca del Tigre”, ni de local ni -¡¡¡¡menos!!!!- de visita.

Era duro, pero siempre nos terminaban escupiendo el asado. Algún empate y transitoria ventaja en cancha de ellos, pero era un sitio que nos asustaba. Mucho espinillo y casi monte apenas pasabas la línea que tampoco era de cal sino una huella dispersa y con profundidad variable. A veces intentaban asustarnos diciéndonos que unos metros más allá había víboras venenosas, pero fracasaban porque nosotros nos habíamos puesto ajo en las medias. Total, se lavaban a veces.

El partido que hizo historia fue el último. Se menciona enero del setenta y seis, aunque otros lo ubican a fines de febrero. El caso es que ese día veníamos palo y palo con los visitantes (de “La Boca del Tigre”, se memora) y uno a uno a cinco minutos. Los tipos se venían con todo porque había un premio extra de un cajón de “Facundo” (vino) y nosotros porque sabíamos que era la última oportunidad. Ya no habrá otra. Y no la hubo.

Vino un córner para ellos, en el arco del salón (el otro daba a la ruta que por entonces se llamaba 166), alguien la sacó larga y el Miguel, que había picado por su lateral lo vio venir al arquero y se la tiró por arriba. Era gol. Pero apareció el destino; yo venía acompañando y la quise asegurar de cabeza, solito a un metro del arco… la cuerina pegó en el caño, picó en el piso y se fue al medio. Final y bronca. Final y desazón. La última ocasión se había perdido.

En el vestuario nadie dijo nada, pero había mal ambiente con el centrodelantero, que era yo. Me salvó Aristóteles (que era Arístides, pero usaba nombre artístico) diciendo que no lo había errado por burro, sino porque una mano celestial la desvió ya que el arquero rezaba como loco mientras la pelota iba al gol. Pasó el tiempo. La versión se hizo leyenda; el lugar, un sitial de peregrinaje (algunos decían que la pelota había marcado el pasto en su pique) y encendían velas. El terreno dejó de ser cancha. Siempre será un baldío. Arístides se fue hace un tiempo. A mí, no volvieron a citarme. Nacía la leyenda del equipo que nunca supo ganar. 

III

Como siempre. Ante este tipo de cuestiones, uno se termina rebelando, sublevando contra aquello que considera injusto; si, además, cuando vino el intendente del pueblo con la propuesta, ni lo atendimos. Ahora, esto que el Vaticano ordenara que se investigue si hubo algún milagro en esta tierra sagrada (para nosotros) es un premio, tardío, pero merecido. Este es un sitio que se alaba. Acá jugó el equipo que dejó una marca, que jamás se rindió y que, además, no aceptaría cambios de denominación. ¿Qué es eso de “casi ganamos”? La verdad indubitable es que NUNCA le ganamos.

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