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“Mister, lo está esperando Messi”

Por Edgardo Peretti

Cerró los ojos por un instante. Apenas eso y toda la vida se le vino encima. No era un día más. El titular estaba suspendido y le tocaba asumir el control total de la situación dentro del escenario, con millones y millones de euros en forma de estrellas esperando sus instrucciones y con varios millones de personas mirando por televisión el colorido y global espectáculo.
Todo estaba hablado pero ahora había que transmitírselo a los protagonistas, las vedetes de los escenarios lujosos de oro y luces que saldrían a escena en un momento. Por un instante se acordó de sus propias épocas en lugares parecidos, jamás iguales, solo – y apenas- parecidos en la esencia que era el punto medular del acto. Génesis del elemento corriendo por el césped.
El pasillo por el gigantesco estadio era largo y reservado sólo para unos pocos elegidos. Los actores principales reclamaban privacidad y cada uno tenía sus requerimientos de “prima donna”. Y el circo se los proporcionaba sin hesitar, sin – siquiera- hacerlos esperar.
“¡Cómo nos cambia la vida!”, reflexionaba el Mister .
Y se acordaba de tantas cosas, de la familia lejana que lo estaría viendo por la pantalla mágica, de los pibes del barrio que lo tomaban como ejemplo y de su propia infancia. De aquellos partidos sin arco en la calle de tierra, cuando todavía no era avenida y las noches de verano la luna les prestaba la luz para matizar interminables cotejos, aromatizados con el olor a vaca (en menú completo) que llegaba desde la feria de enfrente. De los picados en la canchita al lado de la parroquia donde el Gordo Corti los tenía controlados, o los partidos en el club de los amores, esa “V” azulada que admiraba la zurda fina y la picardía de “Cacho” Pérez y los campeones del 74 y todos los sueños que caben en la interminable cabeza de un chico.
Después vendría Rosario. El sacrificio, la distancia, la perseverancia, la disciplina, la conducta; todo eso que conduce al éxito, a los títulos, a la madurez y al reconocimiento de toda la patria “leprosa”.
Lo que siguió a continuación, del otro lado de la línea que en una época era de cal, era otra historia.
De pronto se acordó de algo. Siendo muy pibe aún, pero ya con un físico que generaba respeto, fue invitado por un equipo a jugar un torneo de los que se denominaban “relámpago”, con encuentros que comenzaban y terminaban en un día – o al siguiente, si cabía- donde el premio mayor (material) solía ser un lechón o unas damajuanas de vino, pero donde todos jugaban por la gloria, por la inmensa gloria de ser campeones en un espacio donde, además de jugar bien, se necesitaban guapos.
Todo comenzaba un viernes al atardecer y era en un pueblo cercano a Felicia, antes de Progreso. A esa hora todos los participantes dejaban de trabajar y se iban para la única cancha habilitada al efecto sobre la cual ya volveremos.
La delegación en cuestión estaba conformada por siete jugadores: cuatro que ya habían debutado en primera y que no destacaban por su habilidad, un hábil delantero de menos edad y el pibe que nos ocupa; el arquero era el capitán, el que pagaba la inscripción y quien era el propietario del auto que trasladaba a los player: un Ford Fairlane V8, o “la serenidad espacial con sonido cuadrafónico”, como se lo promocionaba en la revista “Goles”.
Volvamos por un instante al campo. Como los focos que iluminarían la jornada eran pocos (y tristes, debemos mencionar), la cancha se diseñaba (es un decir) a lo ancho, o sea casi cuadrada (digamos un hipotético cincuenta por sesenta) se marcaban dos áreas más chicas y se utilizaban arcos de dos metros por cuatro. En uno de los laterales quedaba el marco original en el camino de la raya, pero los jugadores eran baqueanos en eso de gambetear también los obstáculos no naturales.
Siete por lado, como dijimos, dos tiempos de quince minutos, eliminación simple y definición a un solo penal en caso de empate, nada de series con tiros desde el punto fatídico y todos esos inventos que traería la TV más tarde.
Era un partido tras otro y el equipo del “Fairlane” como le decían no andaba con vueltas y ganaba caminando todos sus partidos y por goleada; 11 a 0, 8 a 1, etc. Palizas jugando al trote y sin despeinarse.
Lo lúdico y deportivo era que los que perdían se quedaban a comer asado y tomar cerveza en el buffet que diligentemente atendían las señoras de la Sub Comisión de Damas y Festejos Patrios. (¿?)
Claro que el tiempo pasaba, el reloj hacía de las suyas y la luna llena no alcanzaba … y los partidos se sucedían, debido a la gran cantidad de equipos participantes. Y esto era porque la organización (a cargo de un conocido quinielero de la zona) recibía reinscripciones de equipos que habían quedado afuera, pero que pagaban de nuevo la inscripción y seguían. Revolucionando los cánones de la época, se aplicaba al sistema de “enganche” igual que en el juego de la “loba”, “chin-chon” o “culo sucio”, muy en boga en la zona y adyacencias.
Cerca de la medianoche el encargado de la usina del pueblo avisó a la organización que a las tres de la mañana se cortaba la luz y punto. Por ese motivo, y luego de una rápida reunión del comité de crisis del torneo, se decidió que: 1) no había más enganches, 2) los partidos serían de dos tiempos de cinco minutos y 3) se continuaba con la definición a un penal por bando.
Nuestro equipo siguió ganando pero tras varias horas de disputa ya no tenía mucho resto y por ello el empate en la final no sorprendió a nadie. Después de diez minutos apagados y opacos, y con la inminencia del corte de energía encima, había que definir. Le dejaron el primer penal al pibe que era el único que tenía aire, aún.
Los rivales convirtieron el suyo con un tiro que llegó a duras penas al fondo de las mallas y con ayuda de un pique que por aquí se conocía como el de la “hormiga culona”.
La respuesta no estuvo a la altura. Mejor dicho, estuvo alta, muy alta, por encima del travesaño y yendo a parar en las cercanías de la luna llena que se reía con toda su bocaza de los agotados atletas, mientras un gato – especialmente contratado al efecto-, maullaba sólo cuando la pelota entraba. Era muy temprano en el mundo del fútbol, pero eso sería el VAR.
No hace falta decir que el regreso en el Fairlane no fue el mejor. Hubo tanto silencio como ausencia de reproches en algo que ya era madrugada, pero nunca falta una voz ofendida, como la de aquel que lo despidió al pibe en la puerta de su casa arrojándose el bolsito con la hiriente frase que aún se conserva en varias memorias: “Dedicate a otra cosa que el fútbol no es para vos”, le dijo ante que el Interminable auto doblase por Newbery hacia el club Federal.
Pero el tiempo pasa. El pibe ya es un hombre. En un rato, apenas, el mundo lo verá dirigiendo a uno de los equipos más famosos del planeta, pero antes tiene que ir al vestuario a dar las instrucciones a los jugadores, entre los cuales asoma un petiso que se conoce como Leonel Andrés Messi, o la “Pulga”.
El que espera la llegada del “Mister”, o sea el DT.

(Dedicado a Jorge Remigio Pautasso, ejemplo de constancia, disciplina y honestidad en el fútbol)

Ilustró: Alan Pruvost.


Autor: REDACCION

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