Sociales

MESSIDONA MARAMESSI

Parecería que el argentino tipo necesita de los mitos, esas figuras emblemáticas que guían desde un momento determinado hasta siempre.

No los crea en cualquier momento o porque sí; solo cuando nota que alguien ha mostrado un valor que sobresale al común de los de su especie, y no necesita de un final trágico cuando estaba el ídolo en la plenitud física y de su arte, porque ya ha percibido su entrega profesional y humana.

El mito es un premio exclusivo para el artista cabal, que consiste en que superará toda comparación futura con los iguales de las generaciones siguientes: deja de ser “un” para ser “él” porque había sido colocada bien alta la vara para medir esos talentos que llegaron a ser amados por la comunidad.

Maradona fue catalogado merecidamente en su momento como el mejor jugador de fútbol del mundo hasta que por razones del increíblemente insensible paso del tiempo fue agregando años y dejó la práctica profesional, conservando el aura (o el laurel) conseguido.

Poco tiempo después llegaron noticias de que alguien llamado Messi desde la madre patria daba señales de ser un hijo prodigiosamente notable: su imagen se fue agrandando (todavía lo sigue haciendo) hasta que premios y goles lo convirtieron en el mejor jugador del mundo de este tiempo.

Los méritos de los dos son muy similares; representativos del País, ganaron la admiración de todo el planeta, convocaron a su turno a multitudes cuando jugaron en todas las tierras, configurando una casi garantizada promesa de buen juego y el motivo principal para que se llenen los estadios. La sola evocación de sus nombres genera interés por saber de ellos.

Pero sorpresivamente la tierra natal común empezó a dar señales de no reconocer internamente al hoy número uno mundial. A pesar de que su juego es brillante, muchos sostienen todavía que “Diego es el más grande”, habiendo elaborado una curiosa teoría que surge del juego de palabras Diego-diez-Dios y consagraron algo bautizado como “la mano de Dios” -que más que un mérito es una infracción no cobrada- abonando la irreverente idea de un gol conseguido con ayuda de lo divino.

Actualmente Messi deja mucho más que el alma jugando para la Selección: le ha quedado brillo en las piernas de las “lustradas” de los defensores contrarios y claramente es quien le está dando los resultados necesarios. Algunos sin razón lo llaman “pecho frío”, persistiendo también el inexplicable dicho de que -no-ganó-ningún-mundial-con-la-Selección. Hay que recordarles que los equipos de fútbol están compuestos de once jugadores y todos-en-conjunto- son los que ganan un mundial ¡Se lo reclaman a quien precisamente los (nos) ha salvado a todos de quedar afuera del de Rusia!

Las comparaciones siempre son buenas, ineludibles. Permiten encontrar diferencias de estilo y de habilidades y logran la apreciación total y en detalles de cada talentoso. La obstinación en usar la desvalorización, denostando a alguno para demostrar la superioridad del otro, implica un bajo nivel de apreciación y exhibe una mediocridad de criterio.

Es

de esperar -y desear- que en todas las generaciones de deportistas

que sigan tengamos números uno del mundo y, mejor aún, que los

admiremos a todos sin hacer escalas ridículas y subjetivas.

Nos

preguntamos si es necesario “sacrificar” a uno -o a más-

deportistas para que quede uno solo ostentando ese difícil de

conseguir honor.

¿Es

determinante la “antigüedad” para consagrarlo para siempre? Si

ese fuera el criterio, habría que cambiar nombres: antes de Maradona

hubo otros argentinos que, como Alfredo Di Stefano, dejaron

indeleblemente su sello.

Deberíamos

preguntarnos por qué, de todas las operaciones, la que más nos

gusta es la división.

  

Autor: REDACCION

Estás navegando la versión AMP

Leé la nota completa en la web