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La puerta vaivén de Aranjuez

Por Edgardo Peretti
(No tengo más entradas)


Me dieron el dato unos cirujas que sostienen su dignidad de hambre juntando valentías por las calles en todas las horas y formatos. Según ellos era una compraventa de los arrabales. Fui. Pregunté. “Creo que está por allí”, me dijeron. Estaba.
Me acerqué despacito y la miré con una suavidad extrema. No quería lastimarla con mi ansiedad. Agrietada, con poco marrón, con nada de brillo. Con mil cuentos adentro, en el paso incesante de miles de pibes y pibas que la empujaron por algunos años.
Había escuchado versiones. Todas diferentes, ninguna clara, pocas precisas. Había estado en uso desde el setenta al setenta y siete, cuando la novedad del túnel la hizo descarte.
Pedí permiso al vendedor para tocarla. No puso objeciones; no sabía que yo la abriría porque algo me llevaba a hacerlo. Tuve suerte, apenas empujé la parte de la derecha comenzaron a encenderse las luces. Estaba de viaje en el más lindo de los pasados de varias generaciones.
De pronto, por la magia de lo que había accionado, estaba habilitando la vida esa que todos extrañamos. Sentí detrás de mí a uno de los Sassia llevando el pedido (¿era Mario o Roly?), hice el primer paso, la chica del guardarropa me recibió el gabán y lo colgó mientras me daba un numero para retirarlo. Era el 356.
Acomodé los bolsillos de mi “Levis” con el papelito junto al Documento, y la entrada que había comprado el viernes. Una oleada de humo se hizo cuerpo y aroma mezclado con mi perfume; aquí, mi “Crandall” perdía, pero era mejor que el “Valet”. Llegaba la voz de Pagliaro con “todos los barcos, todos los pájaros”. Raro para la hora. Los lentos venían después de las 8 en la “tertulia” que se iniciaba temprano. ¿Las 6? Ya no importa el detalle. El “Indio” Solari juntaba discos de vinilo desde el sitio del DJ (que antes se llamaba disc jockey) que estaba detrás de la barra. Más tarde le harían una especie de almena entre la pista “alta” y la “baja”. Mi madre querida, era feliz de nuevo.
Pero lo lindo dura poco, dicen por estos lares. De pronto, se oyó la música de SWAT, encendieron las luces y entraron los milicos a pedir documentos. Los menores de 16, a casa; los otros, tenían un poco más.
De la total felicidad pasé al ostracismo y era, de nuevo, un nostálgico parado frente a una puerta de madera que tenía escaso valor material pero escondía la entrada al mundo de los sueños deseados y de la eterna juventud.
Me fui. Dije que volvería, pero no lo hice. Preferí acudir al teatro de los sueños mismos. A las realidades hay que enfrentarlas con valentía.
Me consideré rebelde y declaré al lunes en domingo de tertulia. Busqué a las pibas del Misericordia (¿o del Comercial?) que vendía entradas, pasé por la esquina donde había estado “Los Vascos” e invité a unos de la Técnica que jugaban al vóley conmigo en el Balneario.
Pisé la entrada principal hice unos pasos y empujé la vaivén con presencia de guapo de barrio. Era primavera así que no había guardarropa; con la remera “Athleta” (comprada en Santiago Deportes en tres cuotas) y un jean “Kosak’s (de los “insólitos” de Lavalle Sport, ¿o era de Bab’s?), parecía Jim West buscando al enano Miguelito.
Adentro había mucha asistencia. Se me fue la mano con las invitaciones, me parece. No entraba tanta gente, aunque parecía que eran millones allí. La música estaba suave y podíamos hablar; había mucho amor y ganas, pedidos de “arreglo” (aceptados y rechazados) y las promesas se colgaban del techo.
Pero había algo raro. ¡Claro! Todos teníamos edad de pibes, caras de pibes, sueños de pibes y hacíamos boludeces de pibes. Lindo fue verlos; lozanos, alegres, llorando por un amor, prometiendo la vida eterna por un beso o compartiendo un Jockey Club (cigarrillo). La música nos transportaba a los cielos, parecía, pero en realidad nos llevaba a lo que somos hoy.
Armar un viaje al pasado tiene sus cosas dolorosas. Yo sabía –porque venía de otro tiempo- que algunos se irían marchando antes, varios en plena juventud, pero nada podía hacerse. Mejor que vivan sus vidas. Lo que les quedaba.
Hermosa aquella noche de domingo. El que tenía novia la acompañaba y, si le quedaba a mano, volvía a tomarse un “remo” o un “liso” con los de la barra. La pequeña madrugada ya era mañana de lunes y quedaba la escuela, pero los normalistas sabían que la querida Ana María Cardone -gran compinche- entendía y colaboraba. (A vos también te extrañamos!)
Lloviznaba aquella vez.
Y todo tiene final. Hermosa fiesta de juventud.
Volví a buscar la puerta. Me dijo el tipo que desapareció, que el lunes a la mañana ya no estaba, que no importaba porque no valía mucho. La fui a buscar al bulevar, allí al 300, quería encontrarla, repetir la experiencia. Imposible.
El tiempo ya había pasado, con sus cosas lindas y de las otras; en el medio, la vivencia plena de años que se fueron y no volverán.
Pedí un “águila”, con hielo y soda, como lo hacía mi amigo Daniel Bernasconi. Me di cuenta que “Aranjuez” ya no estaba.
El, y otros tantos, tampoco. Ya se fueron. Pero todos fuimos felices.
(“…te regalaré mi soledad, mi libertad, mi rebelión…”, Gian Franco Pagliaro, “Todos los barcos, todos los pájaros”, 1976)
Ilustró: Alan Pruvost

Autor: REDACCION

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