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La nueva rotonda y los viejos recuerdos

¡Ya está!... aquello que fue un desvío ferroviario es ahora una gran rotonda pavimentada donde giran automóviles y circulan ordenadamente bicicletas y peatones. Y está bien; es el tiempo que pasa y el progreso que todo lo cambia. Por suerte existe algo que tanto el tiempo como el progreso no pueden eliminar fácilmente y es la memoria de cada uno. Y menos cuando el lugar tiene mucho que ver con la historia familiar y la propia niñez del memorioso. Allá por 1943 Américo tomó la decisión de emigrar desde su pueblo natal (San Carlos Centro) a una ciudad llamada Rafaela de la cual solo conocía que allí se corrían las famosas 500 Millas Argentinas. Venía por trabajo buscando un mejor futuro para su esposa Yolanda y para el hijo que había llegado un año antes. Tanto como Román, su padre, y algunos de sus hermanos, era dueño de una valiosa experiencia en la industria del cuero y al enterarse que una curtiembre rafaelina solicitaba operarios supo que era la oportunidad que buscaba. Y la aprovechó ¡vaya si la aprovechó!... trajo su familia a la ciudad y por alrededor de cincuenta años vivió bajo el techo de la Curtiduría Castellano S.R.L. (de la cual llegó a ser socio) casi más tiempo que bajo el de su propia casa del barrio San Martín. Es por eso que el hijo, el mismo memorioso que hoy escribe estas líneas, puede contar (también dibujar y pintar) como era en los años cincuenta ese lugar que la nueva rotonda se llevó. El edificio de ladrillos sin revocar de altas ventanas enrejadas de la vieja curtiembre veía pasar temprano por las mañanas a la humeante locomotora a vapor del Ferrocarril Central Córdoba rumbo a San Francisco y poco después otra, la del viejo Tranway que siguiendo la traza de las hoy avenidas Williner, Suipacha, calles Guayaquil, Rivadavia y Bulevar Roca, tomaba rumbo oeste buscando sus destinos de Pueblo Marini y Bauer y Sigel. Al atardecer volvían esas jadeantes maquinitas a Rafaela casi al mismo tiempo que terminaba la jornada laboral en la curtiembre. Y allí estaba este escribiente esperando al padre mientras veía pasar los trenes con sus habituales formaciones compuestas por la negra locomotora y el ténder (portador de leña y agua para alimentarla), unos cuantos vagones de carga y, cerrando la marcha, el marrón de pasajeros. Un atento don Flores, el guardabarrera, salía de su casita para agitar las banderas de advertencia supliendo la falta de barreras del paso a nivel del Bulevar Susana (hoy Hipólito Yrigoyen) y también para accionar el correspondiente cambio de vías que los maquinistas podían advertir en la alta torre de señales existente un poco más allá. Quizás sería un justo homenaje que frente a la nueva rotonda se ubique una de esas máquinas a vapor de trocha angosta como aquella que sabemos yace hoy arrumbada en un galpón. Detrás de la casa del guardabarrera se elevaba la alta montaña del primitivo basural municipal (hoy Plaza Sargento Cabral). Un “loco lindo” como el recordado Ingeniero Juan R. Báscolo aplanó la cima y plantó arbolitos en su contorno pues pensaba levantar allí algo que no pudo ser; el Observatorio Astronómico de Rafaela. Esa montañita fue uno de los tantos patios de juegos que teníamos en la zona y, si no hubiese sido arrasada después por un poco visionario funcionario público, sería hoy una atracción turística; una Plaza Alta a pocas cuadras de nuestra famosa Plaza Honda. Por sus laderas nos deslizábamos hasta la orilla misma del cauce del canal para pescar cascarudos o disfrutar desde su altura del panorama que nos brindaba, después de alguna torrencial lluvia, la gran laguna que se formaba a su costado oeste (hoy Club Sportivo Ben Hur). El canal (ahora soterrado) que nace en la Plaza 25 de Mayo, llegaba entonces al sitio donde está hoy la rotonda y trazaba allí una cerrada curva para pasar debajo del pequeño puente del Tranway y luego bajo el más importante, el de hierro y gruesos durmientes de quebrachos del Central Córdoba que aún yace allí sepultado por la nueva obra. Sus aguas tomaban luego un decidido rumbo este (por la hoy Av. Fader) tornándose rojas por el aporte de los efluentes cargados de tanino que salían de la curtiembre. Un poco más allá, en su orilla norte (hoy Fader y Sarg.Cabral) luego de un enorme y solitario eucalipto, se extendía un tupido cañaveral que nos proveía del material indispensable para el armado de barriletes y cometas. Hoy su nuevo cauce, que en buena parte es subterráneo, es conocido como Canal Sur. En los atardeceres de verano de las gargantas de los asiduos parroquianos que rodeaban las mesas en la vereda del “boliche” de don Luis Rosetti, a metros del paso a nivel, brotaban las canciones en piamontés estimuladas por los varios vasos de ajenjo o de vino, voces que eran acompañadas desde la laguna cercana por un coro de cientos de ranas bochincheras. Y era en esa misma vereda donde quien escribe esperaba la salida de papá Américo de la curtiembre para que le compre una botellita de fresca y dulce “naranjina” o una de esas gallinitas de azúcar rellenas de licor. Mientras tanto los “crotos” que por allí pernoctaban, dejaban sobre el mostrador de don Luis las monedas conseguidas en sus rondas pedigüeñas a cambio del pan, el fiambre y, porque no, del litro del más barato de los vinos tintos. Un poco más al norte, en el terreno baldío en cuyo centro lucía su enorme copa un viejo ombú (lugar ocupado hoy por la Escuela Pablo Pizzurno) los bochófilos pegaban sus ¡chanta cuatro! y buscaban el bochín entre los yuyos de la vía mientras comentaban “ahí se va uno a la quinta del ñato” porqué una carroza fúnebre tirada por dos caballos negros ingresaba a la única calle pavimentada, la entonces ruta 166 (Avenida Luis Fanti) por entonces bordeada de altos pinos entre cuyas ramas el viento parecía silbar un triste réquiem al finado. Hoy, si Américo pudiese volver, no hallaría los trenes a vapor, la casita del guardabarrera, el “boliche”, el canal y la montañita, tampoco su querida curtiembre. Solo subsisten (por ahora) seis enormes y frondosas tipas que un domingo por la mañana del invierno de 1952 él mismo plantó al costado de la vía mientras su hijo de 10 años, este memorioso escribiente de hoy, ayudaba a mantener sus finos troncos perfectamente verticales. ¡Ya está!... en la rotonda giran y giran lentamente los automóviles entrando o saliendo por alguna de las cuatro avenidas… mientras tanto la vida con nuevas historias va a seguir pasando por allí, pero derechito… y rápido.

Autor: Orlando Pérez Manassero

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