La Palabra

La inquietud que inspiró un viaje iniciático a los veintiséis años*

Sí, fue el viaje más largo y profundo de mi vida, que me llevó por selvas, desiertos y sabanas como un viajero solitario incursionando en un mundo entonces muy extraño, que incluyó una convivencia breve con los pigmeos de Camerún. Durante casi cinco meses no llamé a nadie por teléfono -casi no existían en esos parajes- ni recibí carta alguna, pues no me quedaba más de un par de días en ninguna ciudad. Buena parte de estas experiencias están cuajadas en mi novela La gran noche. Si bien me apasionaban los mundos extraños, a los que abordé ya a los diecisiete años, navegando por la cuenca amazónica y caminando por otros sitios, lo hacía como un aventurero, no como un antropólogo. Trabajaba entonces como abogado, profesión que dejaría pronto. Había leído ya a Conrad y otros grandes escritores que hablan de estos mundos perdidos, pero con la perspectiva de un novelista. En realidad, nunca decidí convertirme en un antropólogo o algo semejante, y me parece una ironía del destino que se me conozca por algo que nunca opté por ser, sino que simplemente se fue dando. De Conrad adopté la dimensión en profundidad de la aventura, esa noche profunda que sí  asumí como una identidad vital, no antropológica. En ese viaje, estuve dos semanas internado en Legon University, en Ghana, para documentarme sobre regiones y culturas que ya había conocido, pero las pocas tesis y textos que encontré en su biblioteca estaban escritas por ingleses y otros europeos que abundaban en descripciones muy superficiales, sin asomarse a las capas profundas de esos pueblos. Me sirvieron, sí, para las referencias históricas, aunque ya había estudiado algo de ellas en Argentina.    

Recorrer tantos mundos, en América, Africa y Asia, siempre solo 

Casi siempre había una novela de por medio. La India y el mundo árabe están en mi novela El exilio de Scherezade, e incluso en un documental que filmé. Ese viaje por Africa -el primero de los diez que realicé a ese continente, cuyo pensamiento me hizo ver por dónde pasa el vector de lo universal en el campo del arte y la literatura- empezó ya con una novela, que arrancaba en San Salvador de Bahía, Pernambuco y otros sitios del Noreste de Brasil, pues se proponía establecer puentes entre la herencia negra de ese país y Africa. O sea que cuando desembarqué en Dakar tenía ya escritas en borrador la parte americana, y no sabía si la parte africana se iría escribiendo por sí misma, como una escritura automática, o culminaría en un fracaso; o sea, que esa aventura me tragase. Logré salir airoso de ella, hasta el punto que escribí al regresar un guión cinematográfico, que se tradujo al francés y fue presentado como una propuesta en el Festival Panafricano de Cine de Ouagadougou, al que asistí con el cineasta Miguel Mirra, con el apoyo de Manuel Antín. El gobierno de Burkina Faso se interesó en este proyecto, y trabajamos un poco con dos cineastas de ese país, pero se trataba de una producción tan compleja y costosa que no prosperó.  

La transición entre la abogacía y la antropología. La formación inicial en el estudio de las comunidades humanas 

Como le dije, nunca tuve el deseo ni el propósito de convertirme en un antropólogo. Trabajé seis años como abogado, sabiendo que dejaría esa profesión, que no regresaría a Tucumán a trabajar en el estudio de mi padre. Cuando en 1976 me fui a vivir a Ecuador, dejé ya por completo esa profesión y empecé a trabajar en proyectos antropológicos, aunque ligados a la parte y cultural y social de esos pueblos -los shuar o “jívaros” entre ellos, célebres por su arte de reducir cabezas-. El Derecho me sirvió para desarrollar una antropología jurídica, pues esto les interesaba especialmente a los pueblos indígenas del país. Mis trabajos organizativos con estos pueblos motivaron que la Junta Militar entonces gobernante me expulsara del país, y partí hacia México, donde trabajé en el campo cultural y educativo de varios pueblos indígenas, desde instituciones del país y también en forma directa con los dirigentes de estos pueblos. Estas prácticas llevaron a la conformación de un Centro Cultural Mazahua en el Estado de México, el que daría origen a un Manual del Promotor Cultural en tres volúmenes. Aunque solo me interesaba que les sirviera a los indígenas, tuvo una repercusión inesperada -y por mí no deseada- en toda América, que motivaron tres versiones distintas y su edición en varios países, incluidos Cuba, México, Argentina y Venezuela. Esta experiencia siguió creciendo cuando yo me fui de México, dando lugar a la creación de universidades indígenas que operan con tres o cuatro etnias indígenas cada una. Hoy esas universidades son once en México, y creo que se reprodujeron en algún lugar de América Central. Y esto me fusiló: para la gente yo era un promotor cultural, algo que me tapaba lo único que realmente soy: un escritor de ficciones que suman ya unas veinte novelas, con varios premios nacionales e internacionales.   

Transcurrieron varios años desde que surgió la globalización. Un análisis de los destinos del folklore y la emergencia civilizatoria hasta nuestros días 

Hoy  poco se defiende a la globalización, la que incluso en su terreno principal, la economía, destrozó a muchos países, y en especial a los emergentes. En cuanto al “folklore”, es un concepto que no uso con un sentido positivo, pues adopté el concepto de cultura popular. En cuanto a nuestra emergencia civilizatoria, sigo pensando que Nuestra América no tiene otro destino, y máxime ahora, en que el pensamiento indígena en lo filosófico y jurídico se mostró como la única forma de salvar al planeta, la humanidad y la vida. Esta no dejó nunca de ser mi bandera, como se puede ver en la “Declaración de la Independencia Cultural de Nuestra América”, que lanzamos con mi grupo de trabajo en el año 2016, a la que se puede consultar en el portal de mi blog www.adolfocolombresblog.blogspot.com.ar.

 

*El texto pertenece a la entrevista realizada por Raúl Vigini a Adolfo Colombres

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