Sociales

La entretenida práctica del bullying



Parece el nombre de un inocente juego infantil y hasta suena simpático decir “búlin”, como esas palabras que hacen que se abra la boca en una sonrisa, tan útiles para que se nos vea felices en el momento de que nos tomen una foto.
Cuando elegimos decir algo en otro idioma es por lo general para darle estatus a una palabra o situación que también tiene una denominación clara en castellano. Si ese vocablo menciona un conflicto de convivencia, sirve para quitarnos de encima el problema: al ocurrir en otro lugar no nos afecta, aunque al traducirlo en hechos concretos deje de sonar “lindo”.
Bullying significa agresión escolar, el modo sistemático de burla y/o agresión física por un grupo a un compañero cuando este, por destacarse en algo o simplemente porque lo consideran “distinto”, no es aceptado por una mayoría que intenta representar un modelo de conducta.
¿Distinto en qué? En ser linda, si es mujer; en ser estudioso, educado o respetuoso, sea del sexo que sea; o que intente participar o ayudar a sus iguales o superiores. Traducido a la mentalidad de los agresores, que consciente o inconscientemente muestre poseer valores más altos que la “mayoría”. Entonces, como a un anticuerpo, como a un virus peligroso, hay que eliminarlo.
El bullying nunca es un juego: es ataque, en el más puro y cruel de los modos. Implica persecución moral (por medio de la burla constante) y física (cuando se llega a los golpes) hasta que se consigue que el perseguido adopte las pautas de los demás o, mediante la más cruda de las “soluciones”, se vaya.
En este caso estaría dándose la más injusta y perjudicial de las situaciones: que en lugar de que la Escuela busque una mejora en el trato entre alumnos y, preventivamente, siembre la idea del respeto y aceptación de los demás, se castiga al buen elemento haciendo que se vaya a otra escuela, con la posibilidad cierta de que allí sea igualmente (o de peor manera) discriminado.
“Aquí no te queremos” parece ser el mensaje implícito cuando gana la intolerancia. Curiosamente se atacan hechos comunes, como que alguien use anteojos o tenga sobrepeso: la descalificación llega con el adjetivo “gordo”, al que se le agrega otro más sonoro. La consigna siempre es ofender, y mucho.
Los problemas de convivencia en las escuelas son ingratos: no se van por más que se intente ignorar que existen o se haga juego de palabras usando definiciones en otro idioma. Lo peor de esos problemas es que tienen consecuencias cada vez más perjudiciales: el ataque físico a alguien mediante golpes por un grupo de “disciplinadores” (¡siempre un grupo!) puede provocar lesiones graves, discapacidades permanentes e incluso, la muerte del atacado.
¿Quién, de todos los que relativizan el problema, se hace cargo de las consecuencias? ¿Tienen noción, los que le quitan importancia, de que están aceptando como “normal” lo injustificable?
Ya no puede haber actitudes pasivas: escuela, familia y toda la sociedad deben estar activos para reinstalar esos valores que corren riesgo de perderse con gran perjuicio social; no se debe permitir que una persona en formación (un alumno de escuela) crezca suponiendo que tiene derecho a usar la violencia para imponer su punto de vista.
Ese escepticismo, voluntario, inducido, o inconsciente, puede hacer suponer que “no se puede” cambiar las malas prácticas cuando, en verdad, “no se quiere”.
¿Cómo reaccionarían los siempre indiferentes si les tocara esa discriminación?.
¿Sentirían la “felicidad” que insinúan las fotos cuando se logran con palabras que muestran sonrisas?

Autor: Por Hugo Borgna y Sandra Cervellini

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