Deportes

La entrega de la copa, la vuelta olímpica y los prolongados festejos en el Monumental

Por Víctor Hugo Fux

PARTE II

En la nota anterior, repasamos el traslado que realizamos Roberto Actis, Mario Travaini y quien suscribe, desde Rafaela con destino a la Capital Federal, con un accidente incluido, felizmente sin consecuencias, a la altura de la ciudad bonaerense de San Pedro.

También me referí a la ansiedad que todos vivimos en las horas previas y a la definición de la Copa del Mundo entre Argentina y Holanda -hoy Países Bajos- en el estadio Monumental.

La final, disputada aquel domingo 25 de junio de 1978, significó el primer título para el fútbol de nuestro país en una certamen mundialista, gracias a la victoria por 3 a 1 en la prórroga, con dos goles de Mario Kempes y el restante de Daniel Bertoni. Esos datos forman parte de la estadística, que permanecerá grabada a fuego en la historia de un evento que reclamó la atención de todo el planeta.

Después de esos 120 minutos vibrantes y dramáticos, llegó el momento de la premiación, con el presidente Jorge Rafael Videla (titular de la Junta Militar) entregando el tan preciado trofeo al capitán Daniel Alberto Passarella, en una ceremonia que reclamó el frenético aplauso de unos 80.000 espectadores que agotaron todas las comodidades del estadio de River Plate.

Consumado ese ritual, con el "Gran Capitán" a la cabeza y exhibiendo en andas la Copa del Mundo, se inició la vuelta olímpica en la pista de atletismo -hoy inexistente- del mismo escenario que 25 días antes había sido testigo de la inauguración del evento.

En ese atardecer porteño, luego de presenciar los festejos en el remozado coliseo de Núñez,, junto a Roberto, salimos hacia el lugar que habíamos acordado con Mario, para iniciar el trayecto que nos separaba del Hotel Hispano, en la Avenida de Mayo al 800.

El tránsito, obviamente, fue un caos, porque convergieron en la Avenida Libertador, los vehículos que abandonaban el Monumental con los que transitaban en sentido contrario.

A paso de hombre, con reiteradas detenciones, en las que incluso llegamos a bajarnos del auto para asociarnos a las celebraciones de la gente, fuimos avanzando hasta llegar a un virtual punto muerto a la altura del Paseo Colón, que derivó en una obligada parada de poco más de una hora, hasta que, por fin, reanudamos la marcha para empalmar con la Avenida de Mayo y llegar a destino casi a la media noche.

Para nuestra fortuna, todos los comedores de esa zona estaban trabajando a full y pudimos disfrutar de una cena, siempre con el clima de felicidad que nos acompañó a lo largo de toda la jornada.

Las camisetas, las banderas y las gorritas con los colores albicelestes, le otorgaban un entorno particular al espacio. Pizzas, empanadas y picadas, salían con una celeridad muy parecida a la que a esa hora se advertía en un tránsito que se había agilizado notoriamente. En la calle se hacían oír los bocinazos de los automóviles, que contagiaban a los transeúntes, que respondían desde las anchas veredas con gritos y aplausos.

Solamente un par de cuadras nos separaban de nuestro alojamiento. Luego de la reparadora cena, caminamos sin urgencias y con absoluta tranquilidad. Era cuestión de entregarnos al descanso tras un día cargado de sensaciones que jamás hubiésemos imaginado.

En la mañana del lunes, día laborable, en un país que tenía claros motivos para disfrutar de su mayor conquista deportiva, emprendimos el retorno. Rafaela nos esperaba, con la tranquilidad del día después, pero todavía con la euforia que había generado la obtención de un título hasta entonces inédito.

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