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En este caminar hacia la Pascua renunciemos al mal que nos acecha

(Por Miguel Pettinati). - Aunque sea difícil, sin el reconocimiento sincero de la propia debilidad y de la condición de pecador, no es posible alcanzar el perdón de Dios .(J.L.K.)

El apóstol Pablo mismo ha reconocido: el deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el de realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero (Romanos 7,18-19).

El cristianismo siempre ha predicado que el pecado es el único verdadero mal, porque, al no observar el plan de Dios introduce el desorden en el ordenamiento querido por Dios; y sólo nosotros, seres libres y limitados, somos capaces de pecar, al apartarnos del supremo señorío de Dios sobre todo lo creado.

La afirmación es impactante: todos somos pecadores. Por lo tanto, no existe criatura humana que sea impecable. La única inmaculada (sin mácula) fue la santísima Virgen María, por un privilegio especial de Dios y en previsión de su maternidad divina.

El pecado es la privación del bien que debería derivar del accionar de todo ser inteligente y libre. Sin embargo, la malicia del pecado no implica necesariamente la voluntad explícita de ofender a Dios.

Basta la elección desordenada para que se origine el pecado. Todo desorden moral grave es, a la vez, ofensa a Dios, destrucción de la caridad y merecedor de castigo eterno, aunque quien cometa el pecado no se proponga expresamente apartarse de Dios o ni siquiera tenga un claro conocimiento de Dios.

Con lo dicho, no parece necesario ahondar en conceptos. Lo cierto es que somos pecadores  y, por lo tanto, propensos al pecado: pero, reconociendo humildemente esta verdad, hemos de luchar contra el mal de los males.

Esa lucha consciente y declarada contra el pecado nunca es posible por la sola decisión humana, sino que necesita de la ayuda de Dios. Entonces, la lucha se convierte en respuesta a la exhortación de Jesús: conviértanse y crean en la buena noticia (Marcos 1,15), pero el Salvador no pone el acento en las acciones externas, sino en la conversión interior.

Sin embargo, es una lucha bien concreta: no basta con decir que somos pecadores y teorizar sobre el mal. La lucha contra el pecado es una reorientación radical de toda la vida, una conversión a Dios con todo el corazón, una ruptura con el pecado y un repudio del mal.

Al mismo tiempo que es aversión hacia el mal cometido implica el deseo y la resolución de cambiar de conducta, con la ayuda de la Gracia de Dios y con la confianza en la misericordia divina.

Cuando la conversión es sincera, va acompañada de un profundo dolor por haber ofendido a Dios y un propósito honesto de evitar toda ocasión de pecado.

¡Oh Dios, yo soy pecador, pero propongo firmemente no pecar más! Conviérteme y yo me convertiré, porque tú Señor, eres mi Dios (Jeremías 21,18) ¡Confío en ti, Señor! amén.

En resumen: vivir en el pecado, es más que una ofensa: sino que nos lleva a la ingratitud y desagradecimiento a Dios Padre -nos creó a su imagen y semejanza- y también es, fallarle a nuestros seres queridos que nos aman .

¡Prediquemos la Resurrección, que es el amor y la misericordia (Lucas, 24,1-12).

En el mundo encontrareis dificultades y tendreis que sufrir, pero tened ánimo, yo he vencido al mundo ( Juan 16,33).

Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros.

Permaneced en mi amor (Juan 15,9). Señor mío y Dios mío, hazme sentir tu amor cada mañana, que yo confío en ti (Salmo 143). Amén.

Autor: REDACCION

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