LP - Lugares donde vio la luz y donde la sigue viendo…
F.S. - Nací el 8 de noviembre de 1942 en la ciudad de Buenos Aires. Me crié en el barrio de Palermo, más exactamente en el cuadrilátero delimitado por las avenidas Juan B. Justo, Santa Fe, Dorrego y Córdoba, ahora llamado, ridículamente, “Palermo Hollywood”. Vivo en Martínez, provincia de Buenos Aires, a treinta minutos de tren desde la terminal de Retiro, en la capital del país.
LP - ¿Qué supone ser escritor?
F.S. - En mi caso, yo nunca lo vi como un trabajo y, mucho menos, como una profesión. Solo he escrito por placer, y cuando tenía ganas de hacerlo, y cuando el texto no se me rebelaba demasiado. Tanto leyendo como escribiendo, me he dejado llevar por el agrado. Si un libro ajeno no me gusta, inmediatamente abandono su lectura, sin importarme la fama o los laureles del autor -en mi adolescencia no tuve esa sensatez; me sentía en la obligación moral de llegar hasta la última línea aunque el libro me resultara insoportable; de esa manera me tragué sapos incomibles tales como Las afinidades electivas, de Goethe, y Salambó, de Flaubert, y otros cuantos parecidos…-. Y similar criterio lo aplico a mi redacción: si un escrito propio no se encarrila más o menos con rapidez en lo que yo deseo, entonces me digo “Este no es para mí” y lo dejo nonato para siempre. De manera, en resúmen, que nunca me he tomado demasiado en serio a mí mismo. Nunca me consideré un profeta angustiado ni alguien que sufre terribles tristezas cuando escribe y mira, consternado, a su alrededor, este mundo tan pleno de injusticias… En fin, hay colegas que dicen cosas parecidas, pero a mí que no me vengan con esas payasadas, pues yo no les creo una sola palabra.
LP - ¿Se lo considera siempre que publique o puede serlo si despunta el vicio con la birome o la computadora a diario nomás?
F.S. - Ocurre que publicar es muy lindo. Yo no me desespero por hacerlo, pero la verdad es que, sin ocuparme en exceso ni sentir impaciencia, no puedo quejarme: a lo largo de medio siglo he publicado unos noventa libros, no solo en español sino también en otras lenguas, algunas tan exóticas como el persa, el tamil o el chino. Toda publicación es bienvenida y agradecida por mi parte, sin que esta gratitud signifique que me obsesione buscando publicar. Pero hay otro aspecto de la escritura, que es el mejor: es el momento en que advierto que, al escribir, la historia está tomando la forma feliz que yo deseaba para ella. Esa es la gran alegría que siento, y que se incrementa en los momentos sucesivos, cuando llega lo más grato de la redacción, que es la reescritura. Uno ya tiene el terreno preparado y ahora puede pisar firme y dedicarse a perfeccionar detalles. Con esta confesión doy a entender que la parte más ardua de la tarea consiste en la primera redacción, en la que yo casi no sé qué camino voy a tomar. Y siempre me sucede que el producto final difiere bastante de la primera redacción, hasta el punto de que, a veces, no tiene nada que ver el uno con el otro.
LP - ¿A quiénes señalaría si le preguntan por los responsables de su tarea con las letras?
F.S. - A ninguna persona. Sí señalaré a mis libros de lectura de la escuela primaria. Apenas dejé de ser analfabeto, ya me sentí atraído, como mosca por el azúcar, por cualquier conjunto de letras que tuviera la mínima relación con la literatura, sin que yo supiese que ese conjunto era literatura. De ese modo, me complacía en leer los sencillos textos literarios que se solían intercalar en los queridos libros de lectura de mi niñez: fábulas de Samaniego o Iriarte, fragmentos del Martín Fierro o del Fausto de del Campo, algún cuentito breve de carácter folklórico, o algún fragmento de Recuerdos de provincia… En suma, esos fueron mis comienzos de lector, y más tarde siguieron con los cuentos de Constancio C. Vigil y con las novelas de Salgari o de Verne… Nada novedoso: más o menos los libros que se usaban en aquellos años de mi niñez.
LP - ¿Tuvo que ver algún momento de su infancia para que haya dedicado su vida a la literatura?
F.S. - Yo no diría que dediqué mi vida a la literatura. Tuve que realizar muchísimas tareas que nada tenían que ver con la literatura, algunas en extremo desagradables y deprimentes. Pero, entre tantas y tantas otras cosas que me gustaban, se encontraba también el placer que me proporcionaba leer, bastante poesía, pero, sobre todo, ficción: me encantaba que me contaran historias y me encantaba creer -al modo en que se cree siendo lector- en esas historias. A los trece años, principios de 1956, cayó en mis manos el libro que terminó para siempre con lo que podría llamar mi inocencia literaria. Fue, de Charles Dickens, David Copperfield, colección Robin Hood, libro gordo de tapas duras. ¡Qué inmenso placer, qué pasión despertó en mí la lectura de David Copperfield! El novelista me hizo vivir adentro del libro. Me contó las peripecias más cautivantes y me proveyó de la infinita riqueza de detalles atinados que forjan el alma de la literatura narrativa: es decir, la diosa Verosimilitud, cualidad imprescindible cuya carencia transforma en inevitable mamarracho o vuelve directamente nulo todo intento de relatar una historia. Les tomé simpatía a Peggotty y a Traddles y a Micawber, y me espeluzné con el siniestro Uriah Heep, y experimenté el ansia de asesinar al señor Creakle y al señor Edward Murdstone, y a, por lo menos, darle a la señorita Jane Murdstone un contundente y vengativo puntapié en su trasero de bruja malvada. No porque David Copperfield fuera la mejor novela de cuantas que en el mundo han sido -aunque sin duda se halla entre las mejores de las mejores-, sino por el momento en que me tocó leerla: a los trece años, esa lectura fue un punto de inflexión en mi temperamento lector. Sirvió para volverme más lúcido y para empezar a comparar y a discriminar. Había, digamos, un conjunto formado por mis autores anteriores. De ellos, elijo citar solo tres, pertenecientes a tres idiomas distintos: Emilio Salgari, Jules Verne, Henry Rider Haggard. A estos queribles y queridos amigos no les quito un ápice de mérito. Pero sí me di cuenta de que entre ellos, por un lado, y Charles Dickens, por otro, se hallaban unos cuantos, yo diría muchísimos, escalones de diferencia en favor de éste. Esa especie de brusca y bienvenida iluminación me dotó, andando el tiempo, de criterio -sagradamente hedónico- para elegir mis lecturas. E, inclusive, para ser sensato en el prejuicio: antes de ni siquiera hojear sus escritos, intuyo qué autores pueden gustarme y cuáles pueden desagradarme -factores determinantes: el tema; el título; la cara o la ropa del autor…-.
LP - ¿Le dio resultados echar mano a la ironía y al humor como ingredientes para la argamasa que cultiva con las letras?
F.S. - No es que echo mano a esos dos recursos de manera voluntaria. Hay una especie de demonio interior que me conduce a ejercer el humor y a solazarme con la ironía y, ¿por qué no?, también con el sarcasmo. Al fin y al cabo, no es tan grave: son, digamos, formas de una especie de, oxímoron mediante, suave maldad.
LP - ¿La docencia le sirvió para realizarse en lo personal?
F.S. - Bueno, no sé qué sería realizarme. Tuve éxitos y fracasos, aciertos y errores. Durante cuarenta años di clases de lengua y literatura, y creo que con mucha eficacia. Al segundo o tercer año de iniciar mi carrera docente, advertí la conveniencia de no enseñar historia de la literatura sino compartir con los alumnos las joyas que les debemos a, por ejemplo, Manrique, Garcilaso, fray Luis, Góngora, Quevedo, Calderón… De manera que, arbitrariamente, en mis clases solo me referí a los autores que a mí me gustaban. Y, a la inversa, ¿qué entusiasmo les podría yo trasmitir a los alumnos si hubiera pretendido que leyeran -otro ejemplo, al revés del anterior- las insipideces de Juan Meléndez Valdés, autor cuyos méritos jamás logré discernir? Hasta el día de hoy hay “chicos” y “chicas” de unos sesenta años de edad, que han sido mis alumnos, que sienten afecto por mí y que hasta han venido a visitarme y a recordar viejos tiempos escolares. No puedo negar que ese cariño me conmueve y me hace estar seguro de que, en general, hice las cosas tan bien como debían hacerse.
LP - Una reflexión acerca de lo que pudo concretar como escritor.
F.S. - Siempre fui de “volar bajito” y nunca fui demasiado ambicioso. Acepté todo lo bueno que vino a mí, y que fue bastante. Y ni los inconvenientes ni los fracasos nunca me hicieron prorrumpir en llanto ni me empujaron al suicidio. Más o menos, logré casi todo lo que deseaba, de manera que estoy conforme con lo que he hecho en mi vida, y, como dije antes, no puedo quejarme de nada.
por Raúl Vigini
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