La radicación en un país tan chico como lejano le permitió un emprendimiento familiar que se modificó radicalmente cuando nació su hijo menor con problemas de salud. El diagnóstico de autismo hizo que todo vuelva a encararse desde nuestro país para la atención más calificada que pudiera alcanzarse. Movilizada por su propio pasado, y tratando de encauzar su dolor de madre en valores positivos, además del tratamiento necesario, pudo concretar el sueño de ver en marcha una entidad para acompañar a familias en situaciones semejantes. Carina Morillo, fundadora y presidenta de esta propuesta solidaria, recibió el Premio Abanderados solidarios por su acción para ayudar a chicos autistas, entre otros reconocimientos. Y aquí nos cuenta cómo se transforma el dolor en gestión.
LP - ¿Hasta dónde llega el dolor para después transformarse en algo positivo?
C.M. - Es muy interesante tu pregunta. El dolor nunca se termina, se transforma. Quizás por mi forma de ser, tengo mi papá que tuvo polio de chico, entonces la discapacidad en cierta forma siempre estuvo presente en mi familia como otra forma de andar. Mi papá es salteño, son cuatro hermanos y él a los seis años repentinamente tuvo una fiebre muy fuerte y estuvo postrado dos años en cama, no se sabía en ese momento lo que era, y tuvo que hacer una vida de chico muy diferente a la de su familia que vivía en el campo, en Chicoana, a una hora de la capital. Y a los doce años tuvo que ir interno a un colegio de curas porque lógicamente se sabía que él no iba a poder trabajar en el campo. Después fue a estudiar medicina a Santa Fe, por eso su cariño por esa provincia, y se vino a hacer la residencia en rehabilitación a Buenos Aires al Centro Nacional de Rehabilitación donde conoce a mi mamá. Ella es inglesa y estudió terapia ocupacional, y trabajó con pacientes psiquiátricos mentales, la carrera acá no existía y fue contratada junto a su profesora de Oxford y un grupo de recién egresadas para arrancar la cerrera acá. Entonces mamé de chica esto del caminar diferente, mi papá es una persona con un optimismo único, nunca lo escuché quejarse. Y me imagino que hay momentos donde él debía haber sentido algún dolor físico, entonces cuando llegó lo de Ivan, que nació en diciembre de dos mil, no sé si es que no me permití que me doliera, es como que enseguida dije “no hay que quedarse quieto, hay que moverse”.
LP - Tenías un pasado que te indicaba por dónde había que ir…
C.M. - Sabía que hay que moverse, que hay que averiguar. No existía en ese momento internet -vivíamos por el trabajo de mi marido en Luxemburgo que es un país muy chico- y toda la búsqueda teníamos que hacerla a pulmón. Ir a un médico, ir al otro, y empezó toda una serie de exámenes donde primero era descartar que no hubiese nada a nivel orgánico. Entonces resonancia nuclear magnética, test genético, encefalograma en sueño, y todas estas cosas son muy movilizantes. Eso fue a los dieciocho meses de Ivan en dos mil dos, cuando empezó el momento de sospecha. Por mi naturaleza, me dolía pero no me quedé llorando, y accioné. La sensación que tenía es que Ivan se estaba ahogando en la pileta y que mi marido y yo estirábamos el brazo para sacarlo y lo podíamos sacar. Esa era mi desesperación: lo tenemos que sacar. Ese fue un camino de búsqueda, de ir a pedir una opinión, ir a pedir otra, y esas casualidades de la vida un domingo me llama una amiga cuya hija tiene una disfasia y me dijo que la estaba atendiendo una doctora excelente que era Ana María Soprano en ese momento del Garraham, y se especializa en trastornos de lenguaje, que iba todos los años a España. La llamo y me dice que lo vaya filmando a Ivan cuando come, cuando se baña, cuando juega con la hermana -veintidós meses mayor- y fílmalo en la vida cotidiana. En ese momento estaba el videocasete, se lo llevamos a su hotel a Madrid. Nos pidió estudios para descartar que no hubiera nada a nivel orgánico. Ese es el problema del autismo, que no se ve en una imagen, sino que es un tema funcional por eso se dice que es un trastorno neurobiológico porque afecta a lo que es la funcionalidad del cerebro, no la anatomía del cerebro. El problema fue que en Luxemburgo no había tratamiento, no encontraba lugar en la escuela para él. Ivan no dejaba de moverse, tenía una hiperactividad tremenda, todas las habilidades que había adquirido -comer, quedarse quieto- tuvo una involución muy fuerte en tres meses donde perdió capacidades y era muy desesperante porque uno no sabía adónde iba con esto. Yo leía cosas y de repente veía que decía trastorno desintegrativo del desarrollo que cada vez va perdiendo más habilidades. Realmente había mucha desesperación pero allí también convivía una necesidad de encontrar la ayuda que iba necesitando por eso esta cosa de no quedarnos quieto. Hicimos una junta médica en la única clínica de pediatría de Luxemburgo con el médico director, neuropediatra y un psiquiatra infantil y cuando vimos que no había tratamiento en el país, y con otro idioma que no hablábamos, ellos nos encuentran un lugar en un hospital de día en una localidad de Francia. Tengo recuerdos de la nieve manejando en la autopista con Ivan. Pero el abordaje terapéutico era muy permisivo y el chico hacía lo que quería. Mi marido estaba en crecimiento laboral y le pedí que un día lo lleve a Ivan. También vio como yo que parecía que nuestro hijo estaba en un depósito. Vengo a Buenos Aires, recorro lugares, y una frase de una fonoaudióloga brillante, Elena Dutari, una de las primeras que trabajó mucho con autismo el país me dice “todo va a estar bien”. Y esa frase que parece simple, me sirvió mucho. Entonces quise volver en la Argentina para estar en un lugar donde mi hijo entre a la panadería y le acaricien la cabeza, le pregunten cómo está y le regalen una medialuna. Esa cosa gaucha donde hay cariño para los chicos. Y siempre digo que cuando uno toma esas decisiones fuertes en la vida, el universo, Dios, te ayudan. Vendimos la casa en una semana y el jefe de mi marido -cuya hija había nacido con tumor cerebral- le dijo que lo iba ayudar, nos pagó la mudanza a Buenos Aires y le dio un proyecto de seis meses para que pudiera arrancar. Eso fue en dos mil tres, Ivan empezó con tratamiento de ocho horas diarias, al año siguiente empezó a ir a un jardín con maestra integradora, e hizo cuatro años de jardín de infantes. Vos recibís un diagnóstico que es autismo, pero después empieza un camino de descubrimiento. Qué significa tener autismo para Ivan, y para nosotros como familia. Uno aprende a convivir con ese dolor. Y a veces lo guardás en un cajón, y a veces vuelve a surgir. Pero lo que aprendí es a hablar con este dolor, a decir “bueno, hay momentos donde me siento desnuda, donde tengo miedo, la vida adulta de mi hijo autista me produce miedo”. Y eso fue un gran descubrimiento para mí admitir que sentía miedo, antes no me lo podía permitir. Y una amiga me enseñó que el miedo es parte de la forma de andar, y significa estar más alerta. Y para mí hacer Brincar es una forma de transformar. Porque lo que me martillaba la cabeza es decir “yo quiero que Ivan tenga una red más grande que mi familia”. Porque esto es grande, el autismo lo va a acompañar toda la vida, vamos a lograr muchas cosas pero va a necesitar apoyo, Ivan tiene un retraso cognitivo asociado a su autismo bastante severo. Que pueda participar de su barrio, de la comunidad donde esté, de lo máximo posible. El no hace deporte en una sala especial, el va a un club y corre en la cinta al lado de todo el mundo, y que participe en todos los espacios que él pueda. Y la conciencia fue que Brincar tiene que ver con crear una red de apoyo lo más grande posible, y esos apoyos que le puedan servir a Ivan, le van a servir a otros y yo me voy a apoyar en otros y otros se van a apoyar en mí. Es como el círculo virtuoso, yo doy y otro me va a ayudar a mí.
por Raúl Vigini
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