Información General

Elogio de la ojota

Por Edgardo Peretti

Nota 4/4

El fin de los tiempos. Primero llegaron en silencio. Solo unos pocos privilegiados las tenían. Venían envasadas en una miserable bolsita de nylon y solo tenían una versión: tiras plásticas azules, suela superior amarilla y la inferior azul. La marca refería a una lejana isla del pacífico que muy pocos sabían dónde estaba.
Sin embargo, fueron un furor. Los tumultuosos años setenta las tendrían como protagonistas y la moda las exponía como referencia ineludible para ser “alguien”. Los usuarios las tenían tanto para salir (o entrar) del baño, estar al borde de la pileta, salir al centro, ir al almacén y hasta para asistir a las tertulias de “Aranjuez”.
Los setenta fueron muy elitistas: si no tenías ojotas y vaqueros (leáse jeans) no existías; era como no saber quién era “Sui Generis” o “Pescado Rabioso”. El mundo se dividía en dos: un dedo para un lado y los otros cuatro, para el otro.
Si bien en los hogares reinaba aún la legendaria chancleta, la avalancha consumista las iba enviando el galponcito del fondo de la historia; la ojota era más liviana, más manejable, pero menos letal. La educación pagaría muy caro este detalle como se verá con el paso de los años.
Claro que tenían su costo, bajo, pero costo al fin y también tenían un final. Si, las ojotas se rompían con el uso y el tiempo y la primera víctima del desgaste era el asiento de la tira en la parte delantera, que se consumía de a poco y un día te dejaba sin nada.
Pero esto fue y será siempre la Argentina. El ingenio popular, criollo y nacional encontraría la solución con poco de esfuerzo. Se estiraba un poco hacia abajo la tira general y cuando superaba la suela se le colocaba un clavo previo paso de una arandela. Todo solucionado; eso sí, al transitar por superficies rugosas el metal del clavo hacía de las suyas y se corría el riesgo de perder la elegancia y de “fachero” pasar a ser un “grasa” cualquiera, pero así era el mundo.
Con el siglo veintiuno ya consumido casi en un cuarto, la ojota mantiene su lugar en la historia; ejemplares insignes se exponen en los principales museos del mundo y otros tantos son pagados fortunas por coleccionistas. Pero el caso más emblemático es el del tío Tarugo (llamado así en el barrio) que pidió ser enterrado con sus entrañables ojotas ya que sostenía – quizás con razón- que con ese calzado proletario nada le impediría entrar al cielo. Si alguien lo encuentra, que le pregunte. FIN 

Autor: REDACCION

Estás navegando la versión AMP

Leé la nota completa en la web