Información General

El señor del aroma acaramelado

No tenía edad. Y porvenir, vaya uno a saber. Pero sí bigotes y un gorro de cocinero. Su lugar en el mundo estaba en la primera cuadra de Bulevar Santa Fe de la ciudad de Rafaela, cuando esa vereda tenía como regente mayor al Cine Avenida, aquél de la portada con una cara cómica que desplegaba dos brazos gigantes custodiando sendos locales laterales. El hombre administraba su pequeña empresa con mínimos movimientos y la seriedad que lo caracterizaba. No recuerdo su sonrisa alguna vez pero sí toda la ternura para entregar su codiciado producto. 

Era una visita obligada cuando nos llevaban a la plaza, o cuando íbamos al cine, o cuando paseábamos en la primera cita. Siempre fue necesario llevar ese sabor particular para asegurar la compañía afectiva.

Los otros sitios estratégicos se daban en algunas esquinas o en los acontecimientos públicos y sociales de gran demanda como eran las entradas a los bailes en clubes de barrio, fiestas cívicas, espectáculos en general. En todos los casos con la impecable figura de inmaculada indumentaria.

El triciclo que lo trasladaba y le permitía portar todo el repertorio para trabajar, también fue un ícono inolvidable. Era llegar, instalar el equipo, afirmar esas ruedas incansables, desplegar el menaje, y una vez reunidos los ingredientes y asegurar el fuego pelusa, iniciar esos vaivenes ondulantes y circulares de la paila de cobre sostenida por su brazo mientras otra mano removía con la cuchara de madera.

Era tan sencillo lo que veíamos, después envasar la tanda y entregarlos bien “calientitos”, como decía mi nona. Nos llevábamos uno y llegábamos a casa entusiasmados con la posibilidad de reproducir esas acciones. Hasta que probábamos mil veces y nunca nos salió como a él. Marca registrada, praliné con copyright. Qué lo parió.   

Con el tiempo, supe que don Eñiguez era el abuelo de mi amigo, y no se lo creí hasta que un día pasamos a saludarlo y tuve que rendirme ante la evidencia. No podía ser que ese adolescente fuera nieto de nuestro pralinero por excelencia. El artífice de esa golosina de culto. Un pionero del reality gourmet.

Nunca habrá otro igual. Tan referente. Tan protagonista. Tan honesto. Tan sincero. Tan folklórico. Tan eterno. Tampoco bolsitas de papel blanco con esas dimensiones generosas que nunca permitirán compararse con las actuales tan finitas y transparentes que permiten contar los pocos granitos de garrapiñada desde afuera. Y aquel aroma que nos atraía a su propuesta, seguiremos teniéndolo presente por los siglos de los siglos. Lo que nos falta es… la niñez, el cine y alguna cosa más de aquellos tiempos…

Antonio Rafael Eñiguez nació en Rafaela el 11 de agosto de 1919 y falleció en la misma ciudad el 21 de enero de 1984. Estaba casado con Luisa Figueroa, santiagueña, con quien tuvo seis hijos, cinco mujeres y un varón que cuando nacieron vivían en el conventillo de 25 de Mayo 241.

 

Autor: Raúl Alberto Vigini

Estás navegando la versión AMP

Leé la nota completa en la web