Sociales

El folclore y la fantasía

¿Se acuerdan, lectores, de cuando cantábamos esa zamba que grabaron Los Fronterizos, que dice “en el jardín del amor, el jardinero yo soy, cuido que no se marchite mi cafayateña, mi preciosa flor”?

¿Y de esta otra “yo le hablo a mi rancho, a los cañaverales, ojalita que ella pudiera escuchar. Cuando salga la luna en Simoca, con poquita cosa se ha de conformar?”

Es muy posible que les hayan enseñado en la escuela a cantar “El humahuaqueño”, de Edmundo Zaldívar (h) (“llegando está el carnaval quebradeño, mi cholitay”) o hayan escuchado luego alguna de las tantas versiones que le hicieron, y que solo después de transcurridos unos años hayan sabido qué es una “cholitay”.

Seguro, también, que recuerdan que tiempo después, se popularizó “El seclanteño”. Es la zamba que en un verso dice “el seclanteño lento camina”.

¿Quién puede desconocer aquélla dolida “El viejo río Cosquín fue testigo quieto de un desengaño que un guitarrero cantor sufriera en una ocasión cuando se escondía el sol”?

Todo eso entró a nosotros (habitantes que pisan largas planicies sin ríos históricos ni montañas multicolores-), lo hizo por el oído y salió como canto gozado y sentido, y configura un todo tan verdadero como el viento, el sol y la tierra. Y como nosotros mismos, que cuando descubrimos que no hay una raíz debajo de nuestros pies que nos impida movernos, salimos a conectarnos con un exterior que prometía interesantes y bellas aperturas.

Un día fuimos a esos lugares y, gratificados, volvimos a ese norte tan saboreado musicalmente desde mucho antes de conocerlo.

Fue una sensación impactante cruzar el puente sobre el río Cosquín, y lanzar una mirada para ver si todavía estaba allí el cantor enamorado. Igual que cuando entre cerros y precipicios vimos el cartel “Seclantés”, allí hemos deseado estar para ver si es cierto que camina lentamente.

Tampoco pudimos resistir en Tucumán: le hemos cantado a la luna en Simoca en el momento en que salía. Al fin, si uno ni siquiera sabe entonar, igual -según la zamba- la dejará conforme.

Y más aún: en Cafayate, al mismo tiempo que al torrontés local, tuvimos presente a la preciosa flor que cuidaba -para que no se marchite- el fronterizo Eduardo Madeo y, por supuesto, como viajeros avisados y cantores, al recorrer Humahuaca, no nos atrevimos a preguntar si ya había llegado el carnaval tan musicalmente prometido, ni hicimos gestiones para conocer al ya legendario -para nosotros- humahuaqueño. Y estuvo bien no hacerlo: los lugareños nos habrían arrojado a la cabeza todos los erkes, charangos y bombos que deben tener a mano para ocasiones como esa.

Exageraciones (¿) aparte, en cada caso fue una bella sensación recordar la música referida al lugar que se estaba recorriendo, sintiendo tal vez la misma fuerza irresistible que sirvió de inspiración a los compositores que, por haber estado allí o evocarlo, le dieron forma sensible al canto y convirtieron a algunos anónimos seres en personajes con vida propia para los ojos y oídos del, no ya visitante, sino parte emocionada de una cultura esencialmente genuina que, al hacer que cantemos juntos, nos está dando el medio para empezar a sentir que tenemos muchos más motivos para estar unidos que para desear diferenciarnos.

Hugo Borgna - Sandra Cervellini

Especial para “LA OPINION” de Rafaela




Autor: REDACCION

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