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El espía que nos conquistó

Fue El Santo desde un principio no tan lejano y, aunque no lo era, igualmente quedó de él esa imagen de la aureola que se le formaba sobre la cabeza.

Roger Moore era Simon Templar para una serie de televisión, en que un ladrón ayudaba a la ley; era sagaz y violento -solo cuando era necesario- de buena presencia y nivel. Conducía modelos de automóviles seductores y elegantes como el propio personaje, con ese esquema la serie tuvo popularidad: tenía estilo y acción -aunque no exagerada-, gracia inglesa y el suspenso necesario; todo a la precisa medida del libriano Roger Moore, nacido el 14 de octubre de 1927 en Londres, quien dejó la serie solo cuando le ofrecieron para el cine el papel que lo consagraría en todo el mundo hasta convertirlo en un clásico: le propusieron ser el agente 007.

Era 1973 y tomó el lugar de Sean Connery, hoy un emblemático Bond. Desde la fecha en que Roger Moore dejó el personaje -porque su físico ya no daba para riesgosas escenas de acción- se abrieron dos corrientes de opinión: desde entonces y hasta el presente, hay quienes dicen que el mejor Bond fue Sean Connery, y los que expresan que quien realmente merece ese halago es Roger Moore.

La propuesta James Bond revolucionó desde el comienzo el ambiente de las películas de acción apoyándose en aperturas visualmente muy imaginativas y delicadamente sensuales y en la sugestiva música escrita por John Glenn, de identificación obligada con el personaje.

Hasta entonces, las “policiales” (incluyendo en ellas las “negras”, ahora llamadas thriller) eran favoritas del público cinéfilo. 007 era espía, sí, pero sus misiones tenían por objeto salvar al mundo de su destrucción, amenazada por poderosos y demenciales villanos. De aspecto elegante y educados modales, en esa actividad tan distante de la santidad tenía licencia para matar y mataba, era seductor y seducía.

Lo que pocos conocen es que así eran la personalidad y tareas de Ian Fleming, autor de novelas de un agente llamado 007 (los seis anteriores 00 habían muerto). Espía “oficinista”, con excepción de matar y de protagonizar escenas de riesgo, Fleming hacía con inglesa discreción la misma tarea para el servicio secreto inglés que James Bond: frecuentando elegantes salones, era rebelde a las órdenes de sus superiores y gustaba de la intimidad con mujeres, generalmente comprometidas o casadas.

El impacto de esas películas en el ambiente de los seguidores del cine fue tal, que motivó la creación de un nuevo género; no ya “de espías”, ni “policiales”, ni thrillers: fueron “las películas de James Bond”, hoy verdaderos clásicos y material de colección para cinéfilos. En ese exclusivo ambiente del espectáculo brilla el nombre de Roger Moore, una de las consagradas caras de James Bond.

Sean Connery, en su momento y al sentir el peso apabullante del personaje que hacía que el público olvidara sus buenas actuaciones en tantas otras películas, abandonó el personaje. No fue la misma situación para Roger Moore, nacido como “El Santo” y crecido como James Bond con la misma esencia y profunda conexión con el modo de ser del actor, muy cómodo con el personaje al que debía mucho de su carrera; seguramente con resignada convicción habrá aceptado a sus 58 años que ya “estaba grande” para hacer creíbles las arriesgadas proezas de 007.

El tiempo hace perder a veces el mérito original. Las nuevas producciones, lejos de respetar ese amable estilo que creó un género propio de películas, le han quitado la mística y casi también hasta los símbolos visuales y sonoros. Extrañaremos a Roger Moore, capaz de dejar una enorme silla vacía.



Autor: REDACCION

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