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El barro que nos separaba del mundo

Por Orlando Pérez Manasero

A veces vuelven a la memoria ciertas cosas que pasaron en la ciudad, hechos, historias, acontecimientos que uno a través de los años fue atesorando sin querer por la simple razón de vivir en ella. Recuerdo que allá por 1954 al fin teníamos casa propia; el bulevar Centenario (hoy Hipólito Yrigoyen) a ocho cuadras de la Plaza principal de Rafaela fue desde entonces (y hasta hoy) nuestro lugar en el mundo. Y sucedía que en aquel tiempo ese sector del bulevar tenía cierta particularidad, una característica que antes de pasar a relatar cual era me parece conveniente hacer conocer al lector la situación en la que se encontraba Rafaela a partir de los años treinta. Por entonces la población, que había sido nombrada ciudad en 1913, ya contaba con la mayor parte de las calles de su casco urbano cubiertas con los famosos adoquines noruegos... digamos que era una isla empedrada en medio de la pampa gringa. Y eso porque todos los caminos que la unían a los pueblos vecinos y a los grandes centros urbanos del país eran meros callejones rurales de tierra. El ferrocarril era el rey y señor en cuanto a todo lo que significaba el desplazamiento de personas y el acarreo de productos desde y hacia la floreciente ciudad. Todo esto comenzaba a cambiar en 1938; ese año Rafaela quedaba unida a la ciudad capital, Santa Fe, al inaugurarse la ruta pavimentada provincial número 166 (hoy 70). Esta ruta que nacía de la nacional 11, cerca de Recreo, llegaba a la ciudad y pasaba por el centro de la misma utilizando en su traza el bulevar Santa Fe, el bulevar Centenario y la calle Luis Fanti, extendiéndose por esta última hacia el oeste hasta llegar al límite con la provincia de Córdoba permitiendo alcanzar la localidad de Freire. Si se sumaba a la nueva pavimentación el adoquinado de la ciudad la traza afirmada terminaba irremediablemente en la intersección del bulevar Centenario con las calles Juan B. Justo/Eduardo Oliber pues de allí en adelante la ruta continuaba con su piso de tierra atormentando al transeúnte con sus polvaredas o sus barrizales según el clima reinante. Alrededor de cuatro años después se aprobaba la continuación de tal pavimento hasta la localidad de Coronel Fraga, distante 42 kilómetros de Rafaela. Se iniciaba esa obra sobre calle Luis Fanti a partir del bulevar Centenario con un tramo que contaba con doble mano de calzada por seis cuadras, hasta el paso a nivel del Tranvía a Vapor a Marini (hoy avenida Suipacha); de allí en adelante el hormigonado era solo de tres metros de ancho sobre la mano norte conformando la recordada “veredita” hasta la población de Fraga. Este tramo se inauguraba el 31 de mayo de 1944. Años después, en mayo de 1950, la empresa Calixto Marcos comenzaba a asfaltar los 42 kilómetros de la traza de la Ruta Nacional 34 desde el cruce con la citada provincial 166 en Rafaela hasta alcanzar la vecina localidad de Sunchales. Concluida que fue esta obra, se podía pensar que Rafaela y Sunchales quedaban definitivamente conectadas por rutas pavimentadas con las grandes urbes del país y los puertos que llevarían sus producciones al mundo. ¡Pero no!... un pequeño detalle típicamente argentino lo hacía imposible. Y aquí llegamos al nudo de esta historia. Faltaba pavimentar la ruta 166 desde las calles J. B. Justo/E. Oliber hasta Luis Fanti, es decir el tramo con numeración 700, 800 y 900 del bulevar Centenario. Eran trescientos metros que la municipalidad había asegurado lo haría por su cuenta, proyecto que vaya a saber la razón, pronto pasó al olvido. Los camiones de los grandes frigoríficos y de las empresas lácteas de Rafaela más aquellos de las lácteas de Sunchales y alrededores, después de una torrencial lluvia, debían sortear esos pocos metros de barro para llegar al mundo con sus cargas de productos perecederos. Como el bulevar Centenario era parte del camino al cementerio la municipalidad en tiempos lluviosos, tractor a grampas Deering y niveladora de arrastre “champion” de por medio, abría una huella en el centro de la calle buscando la tierra seca para que pasen los cortejos fúnebres. El agua arrastraba esa tierra floja a las zanjas generando que, con el paso del tiempo, el nivel de la calle en ese sector estuviese casi dos metros más bajo que las veredas y los edificios, al punto de llegar a verse expuesto el lomo de la cañería principal de agua corriente que por su centro pasa. Y ya teníamos el escenario dispuesto con tribunas naturales a sus costados para que, terminada una tormenta con diluvio anexo, cientos de personas se acercaran a estas tres cuadras para presenciar la función gratuita que se ofrecía con la actuación de camiones, autos, tractores, caballos, palas y muchas malas palabras. La trama era sencilla y se repetía tras cada lluvia; un camión se arriesgaba solo y conseguía transitar media cuadra, patinando, para caer inmovilizado en la zanja. El que seguía, calzado con cubiertas “pantaneras”, lograba sobrepasar al atascado pero sucumbía un poco más allá en la profundas huellas con las ruedas girando humeantes sin poder avanzar un centímetro. Algún auto lo intentaba y quedaba “colgado”, la panza sobre el barro con sus ruedas girando al aire. Aparecían las palas empuñadas por malhumorados camioneros y no menos enojados automovilistas buscando trazar un sendero de tierra seca bajo sus vehículos. Acudía aquel tractor municipal de ruedas con grampas, que enganchaba, tiraba y patinaba provocando más pozos en el barro para lograr, a duras penas, arrastrar hasta el empedrado alguna de las unidades en dificultades. Mientras esto sucedía en el otro extremo un viejo camioncito apurado intentaba pasar rápido pero se trababa en la profunda huella y volcaba de costado desparramando su carga de tachos de leche vacíos entre los silbidos, abucheos y algunos aplausos para el conductor de parte del público presente. Sobre Luis Fanti aguardaban alineados los camiones del frigorífico local listos para entrar en escena y entonces llegaba la máxima atracción, la más esperada por el público; la chata tirada por seis robustos y briosos caballos. Los espectadores se trasladaban en masa hasta el lugar donde la chata era enganchada al primer camión. No era menester el uso del látigo; a la sola voz del patrón del carro veinticuatro robustas patas se arqueaban y clavaban sus cascos en el barro comenzando a tirar del rugiente camión. Acompañados por el aliento del público desde las veredas, avanzaba lentamente el cortejo donde el camión, hábilmente manejado, mantenía la línea recta en mitad de la calzada gracias a la tracción ejercida en su parte delantera por los forzudos equinos. Diez minutos para hacer esas tres cuadras pero al final el camión estaba sobre el adoquinado y partía quizás hacia Buenos Aires entre el público que aplaudía... a los caballos. La chata volvía a Luis Fanti donde esperaba otro transporte y así hasta cruzar a todos, y de “yapa” sacaba luego del pantano a algún automovilista atrapado por el barro. Esto que he contado sucedió muchas veces frente a mi casa hasta que un día de mayo de 1959 dos enormes palas automotrices comenzaron a traer tierra desde campos cercanos hasta alcanzar el nivel normal de la calle y fue el principio de los trabajos de pavimentación de esos trescientos metros que, después de una lluvia y aunque usted no lo crea, nada menos que nos separaban del mundo.

Autor: REDACCION

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