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El Banco Italia de mi papá


por Raúl Vigini

Con el paso de los años, supe que mi papá, habiendo sido alumno del Colegio 25 de Mayo de Rafaela y egresado como Tenedor de Libros, con el maestro Modesto Verdú, pudo ser elegido para ingresar al mundo del trabajo en algunos “escritorios” (así se les decía a la administración de un negocio) como sucedió con el taller de Ternengo y Lacertosa, quizás su primer empleo, y después poder incorporarse a la Sociedad Anónima General de Consumos de Rafaela (antes denominada La Cooperación o La Cooperativa y después Supermercado Quijote) para más adelante rendir y ocupar un lugar en el Banco de Italia y Río de la Plata sucursal Rafaela cuando promediaba la década de 1950. Se trataba de una afamada firma que reconocían numerosos clientes de la ciudad y la vasta región. Trabajar en una entidad de ese tipo era un privilegio. Los familiares miraban esa situación como un destacado futuro pariente ya en tiempos de su noviazgo con mi mamá. Eran los empleados de cuello blanco. Por el color de la camisa que además llevaban la obligada corbata y el saco. Tiempos en los que el interés y el respeto por la atención al cliente eran de rigor. Sea por razones innatas y/o por formación.
Más de tres décadas cumpliendo esa labor en carácter de dependiente, reúne una cantidad increíble e interminable de pequeñas historias, anécdotas, sucesos, ocurrencias, que lo tuvieron como testigo o protagonista. Que con el paso del tiempo, ya retirado, mencionaba y disfrutaba recordarlo.
Era común que en momentos de la reunión familiar distendida, compartiera lo acontecido en el día o en la semana con algún cliente, a quienes consideraba en muchos casos, parte de su entorno afectivo. Si bien su trabajo personalizado en el mostrador defendía siempre la empresa financiera que lo respaldaba. El cuidado que demostraba en cada caso ponía a la misma altura de consideración ambos lados del trato comercial. Hasta en tiempos difíciles cuando la remodelación absoluta del edificio antiguo se concretó con los empleados adentro sin cerrar la atención al público, hecho que les costó a todos los trabajadores de ese lugar, padecer ruidos intensos, movimientos de estructuras, peripecias, molestias interminables y hasta que algún golpe hiciera estallar un tubo fluorescente de varios metros de largo regando con astillas de vidrio las cabezas de los que estaban tratando de concentrarse en su tarea de escritorio. Como en Ripley:
¡Créase o no! Y la nave va…
Un hecho significativo cotidiano que en el hogar ya no resultaba original sino simpático, era cuando llegaba y dejaba sobre la mesa diaria las llaves del auto junto con los lentes para sol y algún papel muy reducido, impreso de una máquina calculadora manual tipo Summa 20, y representaba la cifra que le había depositado a algunos clientes para evitar que sean devueltos sus cheques por falta de fondos. El trámite continuaba al atardecer cuando solicitaba por operadora -desde su teléfono particular- un número que conocía de memoria y le avisaba al destinatario de un pueblo cercano para que al día siguiente engrosara su saldo y de esa manera devolvía el importe facilitado -que siempre era exiguo desde ya- y dejaba algo más para asegurar la cuenta corriente.
Para la segunda quincena de diciembre de cada almanaque de los años 60 y 70, llegaban a nuestro domicilio regalos de agradecimiento, un gesto que era gratamente recibido teniendo en cuenta que significaba la satisfacción de confirmar que el servicio brindado cada día había sido reconocido (hoy podría considerarse de otra forma esa situación y se malinterpretaría quizás por un tejido social diferente y sensibilizado). Como su trabajo diario le demandaba horas extras y regresaba a media tarde siempre, entonces me había encomendado el carácter de secretario privado hogareño, y le hacía la lista para que después pudiera agradecerles a los conocidos cuando los veía en el próximo trámite.
En muchos casos, y con la confianza dispensada con el mayor respeto, algunos le pedían la llave del auto y cuando iba en busca del medio de movilidad para volver a su ámbito familiar se encontraba con los obsequios presentes en el vehículo.
Otro de los capítulos vividos en el lugar de trabajo era la presencia de los vendedores ambulantes. Muchos empleados allí, era una venta potencial de corbatas o golosinas promocionales como sucede en los colectivos y subtes, los interesados en este caso desfilaban por el mostrador revisando la mercadería que en muchos casos convenía adquirir o regatear como eran los códigos del momento. Y cada tanto recibíamos esos productos como inesperados regalos del día.
Las chopeadas de fin de año que organizaban algunas empresas de la ciudad y la región consecuentes con el banco, eran antológicas por lo pantagruélicas. Eso lo obligaba a tener muy cerca el Chofitol -o ingerirlo antes- para evitar molestias al día siguiente y asegurar el buen descanso, especialmente su hígado.
Las familias de los empleados eran asiduas concurrentes a reuniones sociales que ellos mismos organizaban así como la cooperativa informal para adquirir billetes de lotería, rifas comunitarias o similares. Como las actividades para el día del bancario el 6 de noviembre de cada año y los preparativos para integrar equipos deportivos de los más variados con el entusiasmo renovado en cada edición. Recibir y visitar a otras sucursales de las provincias de Entre Ríos y de Córdoba también fue una práctica generosa en amistad. Los hijos fuimos testigos de esos acontecimientos que se convirtieron en inolvidables.
Si bien no debe haber sido el único momento poco feliz del lugar, el día del asalto hace medio siglo y del que nos ocupamos de escribir hace unos años, convirtió ese 4 de enero de 1972 en un relato casi inverosímil que hoy se memora cada vez con menos detalles.  Pero sigue siendo un hecho que conmocionó al país esos días. Un guión sería suficiente para concretar la película.
En alguna oportunidad había que viajar a Buenos Aires en tren -no había colectivo directo desde Rafaela aún- para llevar billetes fuera de circulación a la casa matriz. Y allá fue acompañando al tesorero. O permanecía haciendo guardia mientras los técnicos de Santa Fe o Paraná que cubrían el abono para mantenimiento de las máquinas de contabilidad arribaban después del cierre al público y muchas veces lograban dejar todo en funcionamiento recién casi a la medianoche.
Muchas veces fuimos parte del convite a la hora de la merienda y compartimos esa taza de café -con olor tan fuerte y particular como tenía el de filtro que se hacía en aquella cocina- atendidos gentilmente por el ordenanza vespertino antes o después de pasar por los mojadedos poniéndole agua destilada, o agregando tinta de sellos a las almohadillas, si no sellando con ese ruido monótono las boletas de depósito con la leyenda “sucursal Rafaela”. Porque antes había vaciado el cenicero que militaba en cada escritorio cual promoción de un crematorio.
Recién nacidos tuvimos asignada una cuenta en Caja de ahorros que se iba engrosando en su saldo con los acontecimientos sociales del año, así como recibir sorpresivamente impecables billetes nuevos cuando empezaban a circular llegados del Banco Central y que atesorábamos celosamente hasta el extremo de tenerlos encriptados en alguna billetera y sin valor monetario con el paso de los años.
En esos tantos años ininterrumpidos tuvieron su presencia los viajes en la Siambretta que realizaba llevando un diario en el pecho para detener la baja temperatura de la madrugada. A la vuelta, el día de cobro del sueldo, pasaba a pagar rigurosamente por la Farmacia Santa Lucía y por el kiosco de Cardoni donde compraba LA OPINION.
Y un día vimos que a ese gigante del sistema bancario argentino, edificio entronizado por décadas en la esquina del bulevar, que creíamos inmortal, las doradas letras en relieve de bronce que ostentaban sus puertas inmensas, tanto como sus aldabas, comenzaban a derretirse para convertirse en sendos pies de barro. Así fue desvaneciéndose ante nuestras miradas incrédulas y nuestras nostalgias, para desaparecer por completo de la vida mundana.
Cuando lo despedimos en su partida terrenal, pudimos apreciar y agradecer que en la sala estuvieran casi todos sus compañeros de trabajo ya jubilados y emocionados, así como clientes de aquellos tiempos, muchos de los cuales lo lloraron como a un ser querido que sin dudas lo fue para ellos. Y habían pasado treinta años desde su alejamiento involuntario al lugar de trabajo por razones de salud.
En esos tiempos no había otra manera de relacionar, desde la niñez, que no fuera asociar el lugar de trabajo con el dependiente otorgándole a éste una supuesta propiedad, actitud ingenua y ficticia cuando se mencionaba a la institución. Porque desde nuestro elemental punto de vista, al fin de cuentas, era el banco de mi papá.

PD: Marino Juan Vigini nació el 3-10-1930 y falleció el 1-01-2013

Autor: Raúl Vigini

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