Soy psicóloga egresada de mi querida Universidad de Buenos Aires hace muchos años. Soy psicoanalista por elección, y en este punto el Instituto de la Máscara y el señor Mario Buchbinder tienen mucho que ver. Cuando me recibí no quería ser psicoanalista, entre otras cosas porque si la mayoría lo era yo no les iba a dar el gusto tan fácilmente. Tenía veintitrés años, estaba trabajando en el glorioso Hospital Evita de Lanús, en el Club Amanecer, un club de pacientes-socios. Ellos eran psicóticos, o más bien locos, porque se estaba en relación no solo a lo psicopatológico sino también a lo social, a quienes están en los márgenes. Yo coordinaba un Taller corporal y entonces decidí formarme en una institución que me aportara conocimientos en relación a esto, y me desdude en relación a mi elección de un marco teórico. Y llegué al salón de la Máscara, y me fasciné. Psicodrama, máscaras, grupos, creatividad y juego eran los ejes de la formación. Ese salón contiene una multiplicidad de escenas mías, escenas de risas, de llanto, de palabras, de silencios, de personajes que hicieron y siguen haciendo mi historia. Empecé a llevar las máscaras, lo escénico al hospital, proponiéndoles, con cautela, jugar a los pacientes de los márgenes. El juego, lo grupal, la locura, el “entre” de los márgenes comenzaron a articularse. Y a articularme. Me desdudé, sería psicoanalista. De hecho ya lo era, pero no me había dado cuenta.
Fui madre, de Joaquín primero, de Tobías luego y de Salma finalmente. Mientras Salmita estaba en mi panza, yo escribía mi primer libro, compartido con Mariela Coletti. Resulta que una vez más los márgenes me habían elegido y yo, a apasionarme con ellos. Había retornado la temática del juego y, como con los pacientes psicóticos, algo de lo lúdico estaba imposibilitado. “¿Querés coordinar un grupo de jugadores compulsivos?” me preguntaron. Y allí fui, a jugar nuevamente con los márgenes, con la locura de escenas traídas por los pacientes, las familias, escenas que me horrorizaban con la misma intensidad con que me apasionaban. Yo pensaba: “Estos pacientes son llamados jugadores pero no juegan, en realidad no juegan”. Y me acordé de Winnicott cuando dice que la psicoterapia se realiza en la superposición de las dos zonas de juego, la del paciente y la del terapeuta. Que si este último no sabe jugar, no está capacitado para la tarea. Si el que no sabe jugar es el paciente, hay que hacer algo para que pueda lograrlo, después de lo cual comienza la psicoterapia. ¿Qué sería que los adictos al juego jueguen?, yo creo fundamentalmente que acepten la pérdida. Las pérdidas son una parte vital e ineludible de la existencia, con dos caras: una de muerte y una de vida. Jugar estaría entonces emparentado a la ilusión, a la utopía, a lo imposible (“Yo vengo a hablar de cosas imposibles porque de lo posible se sabe demasiado” dice Silvio Rodríguez) pero aceptando, no sin dolor, la desilusión, lo posible. Jugar es arriesgarse sin entregar la vida; es duelar lo que no pudo ser para no quedar enlutado, paralizado frente a la máquina de siempre para vengarse del Destino que, según el adicto, vino a sacarle algo injustamente, entrando así en un territorio de maldiciones y aniquilamientos.
Jugar es divertirse, es compartir con otros, es crecer. Jugar es enlazarse, es ganar libertad, crear. Si el jugador no encuentra esto en el juego, lo lúdico está siendo entorpecido. Y si jugar es enlazarse, trabajar con adictos al juego pide lo mismo a los terapeutas. Yo creo que es condición trabajar con otros, intercambiar, pensar juntos, porque se trata de pacientes graves que traen a nuestros consultorios escenas descarnadas, desamarradas de lo simbólico, arcaicas; escenas que nos muestran el triunfo riesgoso de lo tanático por sobre lo erótico, del aislamiento mudo por sobre los lazos. Y entonces, entendiendo que la soledad es a veces un estorbo a la hora de pensar las adicciones, y haciendo una apuesta conmigo misma, en el 2010 le escribí a un colega italiano especializado en el tema a quien yo no conocía. Me presenté: “Estimado Mauro Croce, dos puntos, soy Débora Blanca, psicóloga argentina…”. Y de esa apuesta nació en el 2012 mi segundo libro, el “Tratado sobre el juego patológico…”. Y en el medio viajé a Barcelona y aprovechamos para vernos con Mauro; pero antes otra vez aposté: “¿y si armamos una mesa redonda?”. Pero necesitábamos a alguien local y convocante; me pasaron el correo de una colega catalana. “Estimada Susana Jiménez Murcia, dos puntos, soy Débora Blanca, psicóloga argentina…”. Y armamos la mesa redonda en Barcelona. Y esta catalana, tan receptiva fue, que me despertó las ganas de un nuevo riesgo, riesgo que está naciendo en este momento y cuyo nombre es “Cuando el juego no es juego ¿es una adicción?”. Este libro me gusta mucho porque tiene una parte de Investigaciones con un doble interés: autores que son referencia en Europa, y abordaje no solo de la adicción a los juegos de azar sino también a las tecnologías de información y comunicación (videojuegos, internet, redes sociales, celular, etcétera). Y tiene también una parte clínica que contiene capítulos escritos por autores argentinos tan valiosos como Agustín Dellepiane, Gabriela Barberis, Mariela Coletti, Mercedes Bazo, Miriam Estañaro, Pedro Catella, Cynthia Villarejo, Marcelo Roffé, Gastón Gagliardi y Adriana Lesende. Y compilar este libro me gustó tanto tanto que me despertó ganas de ficcionar algunas de las tantas historias escuchadas en todos estos años. Y volví a decir “¿por qué no?”, y en un acto, entre impune y desvergonzado, publiqué un relato entre estas páginas.
Yo espero que este libro contribuya al conocimiento de esta afección grave y en alarmante crecimiento pero tan silenciada socialmente. Que aporte fuerzas para quebrar una especie de pacto de silencio: la mudez pulsional del adicto, la vergüenza y complicidad inconsciente de los familiares, el silencio también en el cuerpo social, cuerpo en el que muchas partes sostienen la representación del adicto al juego como la de un vicioso y no como la de un enfermo, un sufriente. Y en este pacto de silencio también representantes del poder político y empresarios del juego. De modo que es sustancial divulgar, informar, transmitir que el adicto al juego no juega porque quiere sino porque no puede dejar de hacerlo. El escritor Alexander Baron en su libro “Jugador” hace hablar de este modo a su personaje: “No puedo expresar lo que me pasa en momentos como esos. Es como la muerte. Vamos, vamos, aprieta el gatillo… Los músculos de mis brazos se acalambran. Me lleno de nudos que tiran y tiran cada vez más hasta que hago la apuesta… Pero yo sé, yo sé lo que va a pasar. Tengo que apostar todo mi dinero, hasta el último céntimo. No hay magia a menos que lo ponga todo… Estoy sereno, tan sereno, vacío, vaciado. No hay arrepentimiento en mí, nada, nada. Solo paz. Me siento muy lejos de todo… ¿Qué carajo saben ellos?, los apostadores comunes… los profesionales… Ninguno de ellos sabe qué es un jugador. Jugador es aquel que no tiene paz, que no tiene alivio, hasta que se aniquila a sí mismo. Yo soy un jugador”.
Agradezco con todo mi corazón a los valiosísimos autores que prestigian este libro. También a Graciela Rosemberg, directora de Editorial Lugar, por confiar nuevamente en mí. A Mónica, la correctora, con quien ya nos conocemos con puntos y comas. A Rubén Longas, el diseñador de las tapas de mis tres libros. Tipazo. Le dedico este libro a mis padres, a mis hermanos Ezel y Leo, a mis amigos, familia no sanguínea que se va tornando cada vez más alegremente esencial. Y sobre todo se lo dedico a ellos, los tres capítulos más deliciosos de mi libro preferido; capítulos en permanente movimiento, con textos ya escritos y tantos aún por escribir. Lo divertido de este libro es que lo escribimos juntos, ellos son los tres autores más inspiradores: Joaco, Toto y Salmi.
La escritora para niños Graciela Cabal decía que un lector tiene una vida mucho más prolongada que las personas que no leen, porque no muere hasta no terminar el libro que está leyendo. Su propio padre había tardado muchísimo en fallecer porque cada vez que el médico venía a visitarlo y, meneando tristemente la cabeza aseguraba que de esa noche no pasaría, el padre respondía que no se preocupara ya que él no podía morirse todavía porque antes tenía que terminar El otoño del patriarca. Y no bien el doctor se iba, pedía un libro más largo que el anterior. La escritora Rosa Montero agrega que la muerte es lectora y por eso nos aconseja ir siempre con un libro en la mano para que, así, en el momento en que llegue, vea el libro y la curiosidad de saber qué leemos la aleje de su cometido.
*El texto pertenece a la presentación del libro “Cuando el juego no es juego ¿es una adicción?” de Débora Blanca