Es muy difícil poder precisar en el tiempo cuándo surgió la idea del viaje. La literatura desempeñaría un papel importante en la decisión. La lectura del libro de Ciro Alegría, La serpiente de oro, luego Los perros hambrientos y El mundo es ancho y ajeno, que leí ávidamente, concretaron el hacia dónde y el para qué del viaje. Debía conocer el mundo, pero primero Latinoamérica, mi sufrido continente. Y hacerlo no con los ojos del turista, que busca solo paisajes, comodidades y placeres efímeros, sino con los ojos y el espíritu de un hijo del pueblo que necesita conocer la belleza del continente, las riquezas que encierra, a los hombres y mujeres que lo pueblan, así como a los enemigos internos y externos que lo explotan y empobrecen. De esta manera, a partir de 1940, “el viaje” se transformó en el viaje por América. Dos años después, en 1942, apareció en escena Ernesto Guevara de la Serna, el Pelao de mis años juveniles. A la habitual audiencia constituida por mis padres y hermanos se agregó, en forma muy activa, por cierto, la presencia del Pelao. Por supuesto, con su innata ironía y su capacidad crítica y polémica puso una nota a las ya tradicionales discusiones sobre el utópico viaje. Con esa perspicacia impropia de sus escasos catorce años, que lo acompañaría toda su extraordinaria vida, se percató de que si bien para mis padres y tíos, y aun para mis hermanos, el viaje era solo un motivo de amenas conversaciones y un pretexto para mantener y aumentar los conocimientos geográficos y políticos, para mí era algo tan real y concreto como que iba a ser bioquímico y que sería un científico honesto y no un comerciante de la profesión. Desde aquel año tuve en Ernesto un seguro puntal de apoyo a mis ideas y argumentos. Durante los casi diez años que transcurrieron desde que él conoció el proyecto hasta que este se concretó, cuando creía verme flaquear en mis convicciones siempre tenía como muletilla: “¿Y el viaje qué?”. Yo tenía una sola respuesta: “Todo me puede fallar menos eso”. Aquellos años sirvieron para que la amistad con Ernesto se hiciera cada vez más profunda, y se arraigara y profundizara la necesidad e importancia del viaje. Como en una visión caleidoscópica pasan por mi mente los hechos más resaltantes de esa década: las luchas estudiantiles por la defensa de las libertades democrático-burguesas, amenazadas por el nazismo criollo, que envuelto en ropajes nacionalistas parecía apoderarse del país; la persecución y las cárceles, que nos permitieron conocer a los verdaderos luchadores por el bienestar del pueblo; el enfrentamiento, como estudiantes, a los profesores reaccionarios, que nos hizo esforzarnos por alcanzar los mejores expedientes frente al favoritismo de los serviles. En esos años fue cuando conocimos en realidad la Unión Soviética, en los momentos de la titánica lucha contra las hordas nazis que trataron de borrar del mapa a la primera nación socialista. Los nombres de Stalingrado, Leningrado, Brest y Moscú tomaron una nueva dimensión a nuestros ojos. El heroísmo del pueblo soviético no pudo ser silenciado por los que se decían defensores de la libertad y la democracia. El período de la guerra me sirvió para darme cuenta de la falsedad de la prensa capitalista. ¡Cómo se iban quitando la careta a medida que todas las mentiras que habían urdido durante años sobre el “terror rojo” y el pueblo descontento se desvanecían ante la unidad real entre éste, el gobierno y el Partido Comunista Soviético! En 1945, mi primer nombramiento como practicante menor me abrió las puertas de la investigación, que nunca más abandonaría, aunque a veces la vida me alejara temporalmente de ella. Al siguiente año comencé a trabajar en el leprosorio J. J. Puente. Un nuevo y fascinante mundo se abrió ante mí. La lepra, ese flagelo que arranca de la sociedad a quien lo padece, crea a su vez en sus víctimas una sensibilidad especial y una inagotable fuente de agradecimiento. El que conoce por dentro un leprosorio no puede menos que dejarse subyugar por ese tipo de colectividad tan discriminada, y sin embargo, tan sensible. En ese marco también se mantuvo mi contacto con Ernesto, a quien ya el apodo del Pelao le había sido reemplazado por el de Fúser, apócope del Furibundo Guevara de la Serna, como lo llamaban, por su tenacidad y falta de temor en el juego de rugby, deporte que, al igual que el fútbol antes, y la cacería después, llenaban nuestras escasas horas libres. Hasta ese lejano hospital, a cientos de kilómetros de Buenos Aires, llegó un día Fúser, en una bicicleta con motor, solo apta para correr en las asfaltadas avenidas de una ciudad, pero que el tesón y el coraje de Ernesto la llevaron a través de pampas, sierras y desiertos hasta su meta. Por esa época compré la Poderosa II, una motocicleta Norton de 500 centímetros cúbicos de cilindrada, y a la que bauticé así pues reemplazaba a la Poderosa I, una bicicleta que en mis años de estudiante utilicé incansablemente, ya fuera para repartir volantes en las manifestaciones públicas y eludir luego la persecución policial, como para las excursiones por los ríos, lagos y montañas que rodean a mi Córdoba natal. Esos esporádicos encuentros con el Pelao servían para reafirmarnos en nuestros gustos e ideales comunes. La literatura nos daba motivos de grandes discusiones. Por esa época apareció en el ámbito literario argentino un grupo de autores norteamericanos, antes poco editados, como: Caldwell, Sinclair Lewis, Faulkner y otros, que ponían al desnudo la hipocresía de la sociedad capitalista yanqui, y la discriminación al latino y al negro. También la interpretación de las obras de Sartre y Camus, con sus implicaciones político-filosóficas, fue motivo de debates cuando en alguna excursión campestre, bajo el toldo del cielo estrellado y frente a una acogedora hoguera, intercambiábamos mates, ideas y sueños. En esa forma activa y no siempre continua pasaron casi diez años, tiempo que en lugar de frenar nuestros impulsos, nos iba dando más y más argumentos para hacer realidad el tan anhelado viaje por América Latina. Alberto Granado Jiménez. La Habana, octubre de 1978
Alberto Granado Jiménez (Hernando, provincia de Córdoba, Argentina, 1922 – La Habana, Cuba, 2011) se graduó como farmacéutico (1946) y bioquímico (1948) por la Universidad de Córdoba. A partir del año 1960 residió en Cuba, donde hizo el doctorado en Ciencias en el Centro de Investigaciones Científicas (1974). Fue fundador de la Escuela de Medicina de Santiago de Cuba y del Centro Nacional de Sanidad Agropecuaria. Se desempeñó como asesor de la Cátedra Che Guevara de Santa Clara y de la de Santiago de Cuba. En otros países también asesoró otras cátedras, por ejemplo en Argentina y Venezuela.
*De libro “Con el Che por Sudamérica” de Alberto Granado, Marea Editorial, 2013