Hoy una empalizada rodea esa ochava para disimular que como por arte de magia uno de los íconos rafaelinos irá desapareciendo de su paisaje
Fue una noche estrellada, la que me llevó de la mano hasta la esquina de mi casa, para ver al cantor en aquel escenario montado humildemente en la vereda del Bulevar Santa Fe, casi esquina Joaquín V. González de Rafaela. Era una voz de las que se escuchaban siempre en la radio y en el disco long play que hacía girar mi papá en el tocadiscos artesanal enchufado al receptor a válvula. Años sesenta y la posibilidad de ir en familia, algunas veces, a compartir la mesita de patas cruzadas y sillas plegables de madera rústica, a veces pintadas con multicolores, que nos reservaban con anticipación porque a una hora prudente ya no había lugar y podían sumarse solamente los Miranda parados apenas. La arteria principal con zanja y banquina de tierra, daba crédito al chofer de cada vehículo que circulaba para que pudiera aminorar la marcha y transformara en eterna esa pasada por delante del acontecimiento masivo. Mientras tanto en carnaval, un mes antes espiábamos por las hendijas del galpón del taller mecánico lindero de Calamante y Cabrera para ver qué estaban fabricando sus empleados carroceros, hasta descubrir El Castillo de Drácula y Los Romanos en plena gestación, según haya sido la edición correspondiente. Esas mismas carrozas que volvían del corso -o el Beto Rigoni en su Tripleta y su team de bicicletas locas fabricadas por su padre Pancho, o las originalidades de las familias Bircher y Pieruccioni- y se detenían para hacer sus espectáculos bizarros frente a la platea de la explanada de la chopería. A todo esto la actividad artística no se detenía en todo el año. Primero con el rancho de quincha, después el salón bajo nivel, o afuera, y a veces incluida la amplia terraza. En los setenta aparecieron los cabezudos gigantes e inertes en escena que construyó el vecino Héctor Ravasio, muchas veces reconocido por sus habilidades con cartapesta. Y tanta gente de la cultura popular local, regional y nacional que no es posible mencionar porque siempre sería incompleta la lista. Entonces se suma lo emblemático para este infeliz mortal, y es haber conocido a dos personas que nunca más se fueron de esa imagen detenida de hace más de medio siglo. Son El Gran Sandy, humorista, verborrágico, ameno, y su muñeco Don Canuto con quien hacía ventriloquía; y el señor Norman Clay, imitador, humorista, zapateador americano, fabricante de sonidos insólitos y originales. Ambos instalados con la familia propietaria durante varias semanas, ayudando en los quehaceres, trabajando artísticamente por las noches, dejando los mejores afectos en la gente. Como en mi caso, que cuando pasábamos con la murguita de esa manzana, nos repintaban nuestros carteles casi invisibles -porque ellos además eran letristas dibujantes- para destacar las frases desopilantes que nos animábamos a escribir sin preguntar ni tener permiso de nadie. Ellos mismos seguían recordando esos años como los mejores de sus vidas. Y ahí están -como si fuera ayer nomás- Viviano Parra, “El Guchi”, gran conductor, de camisaco celeste, su esposa y socia en el amor Elide, con delantal perpetuo, sus hijos adolescentes Rosita, Roberto y Carlitos, una suegra incondicional que podía cocinar las salsas o cargar un cucurucho de helado con la bocha, todos impregnados de afecto por ese emprendimiento. Y una cantidad de colaboradores para tirar un liso perfecto y cortarle espuma con la tablita de Schneider, o cargar las bandejas de ingredientes, o las cazuelitas de mondongo y de lupines, eso sí: lavar muy bien los vasos martona. Pero también la docena de mozos que trabajaban simultáneamente llevando su contabilidad con las fichas ante el cajero de turno. Casi una verdadera leyenda es todo este ámbito que surgió y trascendió en esta ciudad. No habrá ninguna igual, no habrá ninguna. En fin, son acontecimientos que merecen ser abonados con la mejor energía positiva para que se transformen en sanadores por los siglos de los siglos. Por eso es difícil cerrar estos capítulos de nuestra identidad. Son parte del folklore. Aunque son más las décadas en las que ese sitio estuvo abandonado, que los días de gloria. Aunque hoy esté desapareciendo, ladrillo por ladrillo, en busca de quién sabe qué futuro necesario, o no. Pero no importa, porque aquellas tardecitas románticas, y aquellas noches perdurables, nunca se van a ir del todo. Si yo fuera capaz de detener el tiempo aunque sea el de mi memoria. Así puedo preservar esas imágenes hoy irrecuperables en la realidad. Pero que nunca deberían desaparecer del realismo mágico de nuestras cabecitas locas. Por suerte aquellos ojos de niño nunca los troqué por nada. ¡Qué me van a hablar de amor…!